
Debo decir que las puertas se abrieron con la explosión y el disturbio. Supe que por el subterráneo de la 102 con 35 salieron aquellos que lograron escapar o salvarse por alguna maniobra, o movimiento milagroso que le permitió sobrevivir. Pero ahí ha estado aquello que permitió liberar ese tiempo del viaje y el olvido. Sé que debo contarlo todo como ocurrió, como me dijeron que ocurrió; como pudo haber ocurrido. Pero ya es tarde. Aquí mismo y ahora ya es tarde para organizar una explicación plausible. Los hilos de esta historia están amarrados a lo inimaginable. Toda una caravana de ciegos y mendigos participaron en aquel acto de terror.

Sin embargo, lo que estaba lejano se convirtió en cercanía. El individuo vestido de negro, con gorra amarilla y una pañoleta verde entró con el maletín y lo colocó debajo de la escalera, luego de lo cual se volvió hacia el centro donde estaba la caja y se lanzó repentinamente hacia la pantalla que marcaba los precios. De repente, las luces comenzaron a apagarse y el pánico se apoderó de los compradores. Aquella tienda se convirtió de pronto en una antesala de ejecución, donde los cuerpos empezaron a cobrar una forma pavorosa, lechosa, gelatinosa, viscosa, animálica. Recuerdo que los hilos blancos provocados por la explosión hicieron que algunos clientes empezaran a romper las botellas de vino y a lanzar los jugos y refrescos para poder resistir el flujo y el influjo de la presión ambiental. Lo esperaba. ¿Por qué? Es una respuesta. Se debe a lo sucedido el año pasado en Baltimore. ¿Qué? El rapto. La captura. La tortura. La muerte.

Hay que redimirlos, dice. Hay que continuar con el esquema. Por eso él está, permanece, acontece ahí, en ese sitio enorme. ¿Salón? ¿Laberinto? ¿Subterráneo? No importa. Los ejes están marcados. La tecla impulsó, dirigió la clave de la explosión. No sé por qué hoy recuerdo la misma historia del año pasado. Fue justamente en aquel lugar donde los ciegos y mendigos entonaban un himno que parecía salir de lo más hondo de la sepultura. ¿No me conoces? No te conozco. ¿Pero te lo advirtieron? Claro. Lo estaba esperando. Supe de la decisión hace un tiempo. Todos los que se han quedado atascados y adheridos en la puerta del flanco norte se quedaron mirando hacia el ventanal del piso número tres. Congelados y suspendidos en su expresión un poco tardía de la muerte. Pero las agencias de investigación, o, más bien los miembros del servicio secreto, insisten en su pesquisa. Deben ser cómplices, dices mientras el cigarrillo se va deshaciendo entre el índice y el mayor, es decir, entre los dedos que deben acusar y pedir una oportunidad de justicia. ¡Pues claro! ¿Qué mierda es esta? Se trata de un crimen, de un acto terrorista generado por esas sombras pavorosas y negras, mineralizadas por la acción de regir un destino. ¡Siempre, siempre la misma vaina! Puede pensarlo. Debo entender, entonces, el interrogatorio, la sentencia, en fin, la condena. Debo decir entonces que esta nada de la puerta que se abre, esa boca profunda y pavorosa que se abre vomita los cuerpos que ha querido, han intentado, han inventado este panorama, mientras él, cumpliendo su propósito, desaparece por el laberinto, olvidando la explosión y el disturbio, olvidado que también, por el subterráneo de la 102 con 35, la maniobra provocó una obstrucción que no ha podido aun, hoy, en este mismo instante, ser solucionada. Las miradas vidriosas y borrosas de esos hombres y mujeres han quedado suspendidas como en una fotografía en blanco y negro, instantánea, de la huella y el tiempo detenidos… El ruido aumenta… Los ciegos y mendigos salen, avanzan hacia la puerta… la boca … se cierra. El individuo vestido de negro, con gorra amarilla y una pañoleta verde, ya es una mancha, un punto leve de referencia, una desviación de la línea, del laberinto.




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