Cuando vemos en Latinoamérica a gente de izquierda y derecha hoy felices agarrados de las manos porque encontraron a su amigo en el eje putintrumpista, uno, aun sabiendo que los extremos se tocan, no deja de sorprenderse. Si observamos que esa izquierda afirmaba, como diría Eduardo Galeano, que "ahora América es, para el mundo, nada más que los Estados Unidos” y que “habitamos, a lo sumo, una sub América, una América de segunda clase”, sin embargo “superior” a unos Estados Unidos que, como bien enfatizaba la derecha nacionalista, esgrimiendo el Ariel de Rodó, se caracterizan por su “carácter crudo, desigual y decadente” y “la existencia, en ellos continua, de todas las violencias, discordias, inmoralidades y desórdenes”, la sorpresa es mayor.

Más grande todavía es el asombro cuando observamos a izquierdosos y derechosos del Caribe, unidos históricamente en su antiimperialismo, aplaudir el amanecer del mundo infeliz de Trump, el regreso de los imperios, la destrucción del orden internacional basado en la autodeterminación de los pueblos, la soberanía y la entronización de la ley del más fuerte para construir un mundo postliberal de “grandes espacios”.

¿Qué podemos hacer en este “bravo nuevo mundo” que inauguran Trump y sus Mar-a-Lago cowboys -de antidiplomacia tuitera, de bocones procónsules del imperio y desvergonzados malos salvajes reaccionarios que conciben naciones y territorios como real estate sujeto a hostile takeovers- los hijos del Caribe, precisamente antillanos, que vivimos en esta “frontera imperial”, distrito municipal de esa América que, a su vez, es provincia de un Occidente que, en su originario solar europeo, hoy también se ve abandonado por la nación líder de la histórica alianza euroatlántica?

“Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”, escribía hace un siglo Paul Valéry, en medio de los escombros dejados por la Primera Guerra Mundial, sin imaginarse siquiera la dantesca dimensión que alcanzarían los estragos de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, las guerras calientes y frías en la segunda posguerra, las hambrunas, ejecuciones sumarias y genocidios perpetrados por regímenes totalitarios de toda estirpe, y el terror atómico desatado por Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki, contenido por la macabra doctrina de la “destrucción mutua asegurada”.

La civilización que hoy muere en cámara rápida quizás no perezca en una guerra mundial si es que Trump es un verdadero pacifista. Lo que está muriendo es un derecho internacional cuyo valor normativo vinculante siempre ha estado en entredicho, pero que era reivindicado como “ley del más débil” por las naciones más pequeñas y vulnerables. En verdad es un cambio mundial de régimen lo que vivimos.

En Estados Unidos, la “presidencia imperial” que anunciaba Arthur M. Schlesinger Jr. en 1973 ha hecho metástasis y se propaga desde la política exterior a todos los ámbitos, cuestionando las bases mismas de la democracia constitucional. En el resto del mundo, las normas internacionales y las reglas de libre comercio de los tratados y de la Organización Mundial del Comercio, se vienen abajo en un mar de aranceles, “política del garrote” globalizada, insultos entre presidentes y descalabro de las Naciones Unidas y demás organizaciones internacionales.

Mientras tanto, en el Caribe, lamentablemente tan lejos de Europa y China y tan cerca de Estados Unidos, tomamos nueva conciencia de que “cuando dos elefantes se pelean quien más sufre es la hierba que pisan”.

Eduardo Jorge Prats

Abogado constitucionalista

Licenciado en Derecho, Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM, 1987), Master en Relaciones Internacionales, New School for Social Research (1991). Profesor de Derecho Constitucional PUCMM. Director de la Maestría en Derecho Constitucional PUCMM / Castilla La Mancha. Director General de la firma Jorge Prats Abogados & Consultores. Presidente del Instituto Dominicano de Derecho Constitucional.

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