A Antonio Gramsci se le atribuye el concepto de hegemonía. En política, este refiere esencialmente a la capacidad de un grupo o sector social dominante de hacer valer sus percepciones, valores, intereses o creencias como estándares universales. Es decir, a la capacidad de ese grupo o sector de hacer ver sus cosmovisiones e intereses particulares, como los propios de la totalidad social, incluyendo a los grupos y sectores subalternos.

Gramsci resaltó la importancia de la lucha por las ideas en una sociedad, lo que algunos han llamado batalla cultural. La famosa y tergiversada metáfora arquitectónica de Marx sobre la estructura (economía) y la superestructura (derecho, cultura, ideología), no puede entenderse en un sentido determinista, pues la segunda mantiene una autonomía relativa respecto de la primera. El combate ideológico es imprescindible. La guerra de posiciones es necesaria.

La derecha ideológica es plenamente consciente de lo anterior. Por ello, desde hace décadas se encuentra inmersa en una constante disputa cultural por imponer su cosmovisión de la sociedad, haciéndola ver como una universal, pues en eso precisamente consiste toda operación hegemónica. No es casual que Trump haya proclamado una “revolución del sentido común”. Con ello pretende hacer ver las posiciones que promueve como obvias, autoevidentes, propias de ser aceptadas por cualquier persona “racional”. Tampoco es casual la existencia de cierta derecha gramsciana, cuyo origen puede identificarse en las ideas de Alain de Benoist y que actualmente se ejemplifica en divulgadores como Agustín Laje, quien en su libro “La batalla cultural: Reflexiones para una Nueva Derecha”, hace más de treinta referencias a Gramsci.

La hegemonía avanza en gran medida a través de la creación de marcos conceptuales que sirven a las personas para dar explicación a su realidad. George Lakoff considera a estos marcos como estructuras mentales que moldean nuestra visión del mundo y, por tanto, “los objetivos que perseguimos, los planes que trazamos, el modo en que actuamos y lo que consideramos un buen o mal resultado de nuestras acciones.” Para utilizar una metáfora, los marcos serían como unas gafas a través de las cuales vemos la realidad.

En la problemática sobre la inmigración haitiana es evidente la existencia de determinados marcos históricamente construidos y que, en gran medida, explican ciertas posiciones sobre el tema. Desde una visión progresista es imprescindible identificar estos marcos para no quedar condicionados por ellos y, además, poder construir marcos alternativos. No basta con tener la razón sobre los hechos. Es necesario contar con marcos previos que permitan comprenderlos. Como expresa Lakoff, si los hechos no encajan en el marco, el marco permanece y los hechos rebotan. La famosa afirmación de que “dato mata relato” se revela como falsa, pues todo dato solo es comprensible dentro de un relato que lo explique y lo haga inteligible. Aquí parecería hacer sentido la famosa expresión atribuida a Bourdieu, de que la única verdad es que la verdad es un campo de batalla.

Tal vez el principal marco que se ha instalado para la problemática migratoria es el de la supuesta “invasión haitiana”. La palabra invasión evoca necesariamente a un fenómeno producido por la fuerza y que encuentra resistencia. En el contexto de un Estado-Nación, hace alusión a la incursión física forzosa en un territorio, afectando así su soberanía. Evidentemente esto no es lo que sucede con la inmigración haitiana en República Dominicana, razón por la cual se hace la aclaración, ad nauseam, de que se trataría de una “invasión pacífica”, un claro oxímoron que sin embargo mantiene toda su fuerza como metáfora.

La metáfora de la “invasión pacífica” ofrece un marco a partir del cual los hechos son interpretados desde una lógica militar de defensa nacional. Si existe una invasión existe un invadido (la nación dominicana) y unos invasores (los inmigrantes haitianos). Además, como en todo contexto bélico, existirían traidores (los famosos “prohaitianos” que se colocan del lado de los invasores). El objetivo de defensa es terminar con la invasión (sacar por la fuerza a los inmigrantes haitianos) y para ello todos los medios se hacen disponibles, pues no se trata de una situación ordinaria, sino prácticamente una guerra en donde predomina un régimen de excepción. Dentro de este marco no hay matices posibles ni espacio para la crítica. Aplica plenamente la expresión atribuida a San Ignacio de Loyola: “En una fortaleza sitiada, toda disidencia es traición.”

Hay otro marco sustentado en supuestos más profundos. La idea de que el pueblo dominicano es uno esencialmente hispano, no-negro y cristiano y que elementos ajenos a dichas características implican una contaminación cultural que terminará socavando su identidad. Por tanto, las expresiones y manifestaciones culturales afrodescendientes atentarían contra el sentido mismo de la dominicanidad. Aquí poco importa si el considerado como “otro” es real y jurídicamente dominicano. Mientras no cumpla con los rasgos propios de esa imaginaria etnonacionalidad, no se le tendrá por ciudadano. Con este marco se evidencia que no es cierto que la cuestión se reduzca a una reacción racional y legítima frente a la inmigración irregular. La cuestión va más allá y se entronca en una ideología objetivamente racista.

Dicho lo anterior, el punto es que no basta resaltar los hechos que contradicen la idea de “invasión pacífica” o de una etnonacionalidad dominicana. Muchos de los que se aproximan a la realidad desde los marcos expuestos, real y sinceramente creen que se está librando una guerra en defensa de la nación y niegan la existencia de racismo bajo el argumento de que defender la identidad dominicana no puede ser racismo.

Por eso, una política progresista frente al tema debe, primero, redefinir los marcos, es decir, el modo en que las personas se aproximan a los hechos y los comprenden. Para ello entiendo que es posible desarrollar varias estrategias que contribuyan a cambiar los términos de la discusión y que exploten al máximo las contradicciones de los relatos hasta ahora dominantes. En un próximo artículo ofreceré algunas ideas al respecto, consciente de mi falibilidad y de las limitaciones existentes frente a la ausencia de articulación de un movimiento realmente progresista que haga frente al derrotero al que nos estamos conduciendo. Es momento de dar la lucha por las ideas.