La Constitución contempla la prerrogativa de los ciudadanos, en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos (art. 69), de controlar la legalidad de la actuación u omisión administrativa (art. 139), con el objetivo de asegurar que la Administración Pública actúe con sometimiento pleno al ordenamiento jurídico del Estado (art. 138). La ciudadanía puede requerir ese control a través de los procedimientos establecidos por la ley.

Para Jellinek, el control sobre la actividad del Estado puede ser: (a) social, mediante los mecanismos de participación directa de la ciudadanía en la elaboración de las decisiones administrativas (procedimiento reglamentario, presupuesto participativo, entre otros) (b) político, a través de las actividades de fiscalización de las cámaras legislativas (requerimientos de información, comparecencia, interpelaciones y juicios políticos); y, (c) jurídicos. Estos últimos pueden clasificarse en internos y externos, dependiendo de si el control es ejercido por un órgano de la propia Administración o por otro poder u órgano constitucional.

El control jurídico interno se presenta de dos formas distintas: (a) en forma de justicia retenida, de modo que cada órgano o ente público es competente para conocer de los recursos administrativos interpuestos en contra de sus actuaciones  (recurso de reconsideración [art. 53 de la L. 107-13] y recurso jerárquico [art. 54 de la L. 107-13]); y, (b) en forma de justicia delegada, en manos de órganos administrativos de fiscalización y control.

El control jurídico externo recae, de un lado, sobre los órganos constitucionales de control externo (v. gr. Cámara de Cuentas [art. 248 constitucional] y Defensor del Pueblo [art. 190 constitucional]) y, de otro, sobre la jurisdicción contencioso-administrativa (art. 164 constitucional). En este último supuesto, la jurisdicción contencioso-administrativa ejerce un control «normativo» de la actuación administrativa, es decir, que debe velar por el sometimiento pleno de los órganos y entes administrativos al ordenamiento jurídico del Estado, el cual se integra por la Constitución, los tratadores internacionales, las leyes y los reglamentos.

El control ejercido por la jurisdicción contencioso-administrativa se encuentra actualmente regulado por la Ley núm. 1494, que instituye la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de fecha 2 de agosto de 1947, y la Ley núm. 13-07, que crea el Tribunal Contencioso Tributario y Administrativo de fecha 5 de febrero de 2007. Esta leyes contemplan, entre otras cuestiones, el sistema de representación de la Administración Pública en manos del Procurador General Administrativo (art. 6 de la L. 13-07).

A partir de la reforma constitucional de 2010 se produce la constitucionalización de la jurisdicción contencioso-administrativa y, con ello, del Procurador General Administrativo. El constituyente concibe al Procurador General Administrativo como el «representante permanente [de la Administración Pública] ante la jurisdicción contencioso-administrativa» (art. 166 constitucional). En el año 2024, se modifica el nombre de esta institución por «Abogado General de la Administración Pública». No se trata de un simple cambio semántico, sino que esta reforma pone fin al debate sobre la naturaleza de este ente público. Para esto, el constituyente reserva al legislador la tarea de establecer los requisitos y condiciones que deben reunir su titular y sus demás abogados adjuntos.

Es claro que el «Abogado General de la Administración Pública» no forma parte del Ministerio Público, pues no ejerce funciones de persecución criminal. Su objetivo es defender los intereses litigiosos de la Administración Pública ante la jurisdicción contencioso-administrativo. Por lo tanto, a juicio de Cristóbal Rodríguez, se trata de «un sujeto procesal pasivo, cuyo rol se activa cuando la administración es puesta en causa en sede contencioso-administrativo» (ver, “Procurador General Administrativo”, 25 de agosto de 2020).

Es un momento oportuno para repensar las funciones de la Abogacía General de la Administración Pública. Su rol no debe limitarse a la defensa jurídica de la Administración Pública ante los tribunales administrativos, sino que además debe incluir la formulación de políticas para la prevención de las conductas antijurídicas y, por consiguiente, del daño antijurídico. En otras palabras, la Abogacía General de la Administración Pública debe realizar una defensa «integral» de los intereses de los órganos y entes administrativos. Para ello, sus funciones deben ser ejercidas desde tres perspectivas esenciales: (a) la coordinación de la defensa; (b) el ejercicio de la representación ante la jurisdicción contencioso-administrativa; y, (c) la capacitación y gestión del conocimiento para una adecuada mitigación de los riesgos.

En esencia, el «Abogado General de la Administración Pública» debe estar orientado a la defensa jurídica de la Administración Pública no sólo desde su representación en los procesos judiciales, sino también desde la prevención de los riesgos de futuras condenas por conductas antijuridicas. Su función, así vista, debe ejercerse tanto antes (ex ante) como después (ex post) del apoderamiento de la jurisdicción contencioso-administrativa. Desde la prevención, dicha institución debe promover mecanismos de resolución alternativa de conflictos para evitar potenciales condenas por responsabilidad patrimonial de la Administración.

La gestión integral de los riesgos desde la defensa de los intereses de la Administración Pública permite reducir la judicialización de los casos y, por consiguiente, las potenciales condenas al Estado. Pero, además, desincentiva la judicialización de la función administrativa, otorgando la oportunidad de que la Administración Pública pueda resolver alternativamente las controversias. Así, la representación ante la jurisdicción contencioso-administrativa queda reservada a aquellos casos de cierta trascendencia para la protección del interés general. Es tiempo de avanzar hacia una nueva Abogacía General de la Administración Pública.

Roberto Medina Reyes

Abogado

Licenciado en Derecho, cum laude, de Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. Magíster en Derecho Constitucional del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Magíster en Derecho Administrativo y en Derecho de la Regulación Económica de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. Especialista en Derechos Humanos de la Universidad de Castilla-La Mancha.

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