Si nos atenemos a lo que señalan los cuentos infantiles, podríamos afirmar que el sapo es un personaje suertudo. Es feo y desagradable, pero tiene un no sé qué, alguna gracia o encanto escondidos, puesto que siempre logra convencer a la cándida chica (que suele ser la más bella de la comarca y/o la hija consentida del rey) para que le acerque los labios, ¿con intenciones altruistas, solidarias, eróticas?
Mi ociosa reflexión inicia con El Rey Sapo de los Hermanos Grimm, que como todo mundo sabe, se dedicaban a escuchar, recolectar, reescribir y difundir las historias que la gente contaba por ahí. Según los especialistas, hay diferentes versiones, más crueles las primeras, edulcoradas y más políticamente correctas, las últimas. Dicho cuento, trata de una chiquilla que juega con una esfera de oro junto a un manantial y en un descuido, se le escapa y cae al agua.
Tan triste y desconsolada estaba la chamaca que anuncia a los cuatro vientos, si me perdonan el lugar común, que daría toda su fortuna a quién pudiera ayudarla a recuperar tan preciado objeto. Claro, en ese lánguido escenario, además de la fuente y de algún árbol, no había mucho público. Así que desde quién sabe dónde, aparece nuestro personaje, presto a vestirse de buzo, pero a cambio le pedirá que le permita convivir con ella a tiempo completo. Deseaba, por ejemplo, comer de «su platito» y, sobre todo, dormir en «su camita». ¿Por eso será que no los quieren, por avorazados?
Ella lo insultó con desprecio, pero ante la falta de alternativas terminará aceptando sus condiciones. Ya podemos imaginar qué sigue: el renacuajo, experto en la exploración de profundidades, sacará el juguete dorado y la muchacha, veleidosa y veloz, lo dejará con la palabra en la boca y se esconderá en su casa.
Sin embargo, el bicho es necio y a puro salto, léase splash, splash, llega y toca la puerta exigiendo su recompensa. Ella lo ignora, pero el padre, al enterarse de lo sucedido, la obliga a que cumpla con lo pactado. Así, sapito y nena comen del mismo plato, a pesar de los gestos de repulsión, que irán en aumento cuando el anfibio exprese sus ganas de dormir un rato, ¿a solas?
Ella vuelve a renegar y el padre a insistir. No obstante, al llegar al dormitorio, nuestra heroína, en lugar de acariciarlo con furia, lo lanza con delicadeza contra la pared y ¡Abracadabra!, la alimaña no se transforma en una mancha informe sino en un apuesto joven.
Ahora bien, Helena Cortés Gabaudan, quien tradujo al español este y otros relatos, propone otra lectura más divertida y repleta de símbolos: la esfera de oro es la pureza, la virginidad que se cuida con esmero, mientras que el sapo representa el temor a la primera experiencia sexual, por eso se le mira con algo más que desagrado. Doña Helena recuerda que, en aquellos tiempos, la mujer aún era una niña cuando tenía que fungir como esposa. Luego, los insultos que le arroja están relacionados con el padre, personaje que, al igual que el rey, no sale bien librado en estos cuentos: suele ser necio y autoritario, a diferencia de los príncipes que son guapos, de color azul y oriundos de Dinamarca. El mérito último es para la muchacha, cuya rebeldía y rechazo ante tal «amistad», se traducen como un deseo de independencia, de valerse y pensar por sí misma.
Por otro lado, y acaso sin venir a cuento, Juan José Arreola escribió una serie de retratos de distintos animales en el libro Bestiario, donde vemos a un sapo que es todo corazón. Salta de vez en cuando solo para comprobar «su radical elástico». Después de brotar del lodo, en vano ansía una metamorfosis. Por eso, hombre y bicho se ven y se reconocen como iguales. El jalisciense lo expresa con maestría: «La fealdad del sapo aparece ante nosotros con una abrumadora cualidad de espejo». ¿Celoso, nada menciona de su suerte ni de los besos que le darán?
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