En los últimos años, Estados Unidos ha dejado de parecerse al país cohesionado que solía proyectar. Dos corrientes ideológicas extremas —el pensamiento progresista y el conservadurismo más radical— han ganado fuerza y terreno. Ambos bandos han sacado pecho, montándose sobre olas circunstanciales que abrazan costumbres diversas. Ambos, alentados por sus seguidores, ya no pueden frenar su ambición por el poder. La polarización ha dejado de ser una amenaza latente y se ha convertido en una realidad palpable.
El reto, hoy más que nunca, es equilibrar la balanza del pensamiento ideológico y afrontar lo verdaderamente vital. Cada presidente, al llegar al poder, no solo debe responder a su electorado, sino también comprender las raíces de la nación que dirige. Entender por qué fueron creadas las cortes, las leyes y las instituciones que rigen la vida pública. Entender, además, que el respeto hacia las diferencias debe prevalecer.
La inmigración no es una consecuencia exclusiva de un gobierno anterior, sino una situación arrastrada por décadas de inobservancia y falta de voluntad política. Hoy representa una realidad clave para el trabajo duro y silencioso que sostiene gran parte de la economía. Las etnias, el color de piel y la religión deberían ser temas del pasado, algo superado, pero paradójicamente resurgen con fuerza en medio de los discursos extremos.
En pocos años, hemos visto condensadas muchas de las luchas sociales que marcaron el siglo XX: el asalto al Capitolio, el intento de asesinato a Donald Trump, estallidos sociales en varias ciudades y el asesinato de una congresista. Es evidente que los ánimos están caldeados. No es para menos. La amalgama de identidades culturales que componen a Estados Unidos se siente con derecho a definir el rumbo del país. Y cada grupo cree tener la razón, ahora arropado por una fuerza política que lo representa y le promete protección.
Sin embargo, los países no pueden estancarse. Deben adaptarse sin perder lo esencial. Estados Unidos necesita volver a sus principios fundacionales, pero con la sabiduría de adecuarlos a los desafíos del presente. Proteger los valores, sí, pero respetando la dignidad humana, la diversidad, las preferencias, las etnias, las religiones, la historia. El equilibrio no puede conducir ni a la rabia ni al caos permisivo. Solo desde la moderación y el respeto se pueden pacificar aquellos grupos que habían permanecido dormidos.
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