[La versión original de este texto de Ernest Mandel apareció en alemán, en una colección de contribuciones de marxistas de diversas procedencias a los que se pidió que dieran una respuesta personal al título del libro, editado por Fritz J. Raddatz: Warum ich Marxist bin (Por qué soy marxista). El libro fue publicado por primera vez por Kindler Verlag, Munich, 1978 (Mandel, pp. 57-94), y después en una edición de bolsillo por Fischer Taschenbuch Verlag, Frankfurt, 1980 (Mandel, pp. 52-86). La contribución de Mandel se titulaba, en el original alemán, con una cita del joven Marx: "Der Mensch ist das höchste Wesen fur den Menschen" (Para el ser humano, el ser supremo es el ser humano). Esta contribución se publica aquí por primera vez en francés. Hemos traducido sistemáticamente el alemán "Mensch" como "humano", "ser humano" o "humanidad", singular o plural según el contexto, en lugar de como "hombre". – Gilbert Achcar (editor de Le Marxisme d’Ernest Mandel, Actuel Marx/Confrontations, PUF, París 1999)]

Primera parte

El gran atractivo intelectual del marxismo reside en que permite una integración racional, completa y coherente de todas las ciencias humanas sin equivalente hasta ahora. Rompe con el absurdo supuesto de que lo humano como estructura anatómica no tiene prácticamente ninguna relación con lo humano como "zoon politikon"; lo humano como productor de bienes materiales sería algo completamente distinto de lo humano como artista, poeta, pensador o fundador de una religión. Sin embargo, éste sigue siendo el supuesto subyacente de todas las ciencias académicas que estudian lo humano.

Mientras que en la antropología física es natural subrayar la estrecha correlación entre la evolución de la constitución física humana y el desarrollo de las capacidades psíquicas (entre otras la capacidad de comunicación elaborada y de conceptualización), y mientras que en el estudio de la prehistoria y la etnología, las culturas primitivas de la humanidad se catalogan rigurosamente (¡a veces de forma demasiado estrictamente mecánica!) según los instrumentos de trabajo utilizados y la actividad económica predominante, la historiografía académica se niega a reconocer en los sucesivos modos de producción la clave para comprender el desarrollo de las civilizaciones y la historia política; y la economía política dominante sostiene la leyenda de un "deseo de propiedad" supuestamente arraigado "en la naturaleza humana", que -independientemente del estado de desarrollo de las fuerzas productivas y de una forma de organización económica fechada históricamente- elevaría la propiedad privada, la producción de mercancías y la competencia a la categoría de instituciones eternas de la vida económica.

El marxismo permite superar estas contradicciones evidentes. Partiendo del hecho establecido por la antropología de que el ser humano, al ser incompleto, sólo puede sobrevivir como ser social 1/, el marxismo ve en esta limitación anatómica de nuestra especie la base de sus infinitas posibilidades de adaptación, es decir, el hecho de que la sociedad se haya convertido en la "segunda naturaleza" del ser humano y de que la adaptación a diferentes formas de organización social pueda dar lugar a infinitas variaciones de comportamiento.

El marxismo permite explicar el carácter histórico de las leyes y formas sociales -y esto, por supuesto, no por las cualidades físicas y psicológicas permanentes de la especie, que han podido cambiar muy poco en los últimos diez mil años-, sino a partir de los cambios dictados por la forma que adopta el trabajo como condición absolutamente necesaria para la supervivencia de la humanidad.

Los seres humanos producen su vida material con la ayuda de medios de producción y, en el marco de esta producción, establecen ciertas relaciones entre sí, que se denominan relaciones de producción. Estas relaciones de producción determinan en última instancia la estructura de cualquier orden social como un modo de producción específico. La dialéctica del desarrollo de las fuerzas de producción (que comprenden los medios de producción y el trabajo humano, a los que hay que añadir las capacidades técnicas, científicas e intelectuales de las y los productores), así como el desarrollo de las relaciones de producción (en el que su rigidez relativa, es decir, su carácter estructural, desempeña un papel importante), determinan, en última instancia, el devenir de la historia humana, sus avances y retrocesos, sus catástrofes y revoluciones.

Pero para el marxismo, las actividades sociales no económicas de los seres humanos no tienen en absoluto un carácter secundario, y mucho menos accesorio. Precisamente porque los seres humanos no pueden sobrevivir sin la producción social, la comunicación social es antropológicamente constitutiva en el mismo grado que el trabajo social. Ambas están vinculadas y son inseparables. Una no puede existir sin la otra. Pero esto significa que el ser humano hace todo lo que emprende con la cabeza, es decir, reflexiona sobre esta praxis suya 2/. La producción de bienes materiales va acompañada de la producción de conceptos (a la que la producción del lenguaje -los fonemas- sólo proporciona la materia prima). El marxismo intenta explicar cómo la producción inmaterial (incluida la producción de sistemas conceptuales, es decir, la ideología, la religión, la filosofía y la ciencia) se entrelaza con la producción de la vida material, se separa de ella, reacciona sobre ella y qué determina este movimiento histórico.

En esta explicación tienen un carácter decisivo los siguientes descubrimientos que, como los anteriores, forman parte de la esencia del marxismo. En el nivel de observación más general y abstracto, en cada forma particular de sociedad (modo de producción), la totalidad de la producción material puede dividirse en dos categorías principales: por una parte, el producto necesario, que reproduce la fuerza de trabajo de las y los productores, así como el stock dado de medios de producción, permitiendo el mantenimiento del nivel de civilización material y la expansión demográfica de la sociedad; por otra, el plusproducto social, que permanece después de que el producto necesario se haya sustraído de la producción social global. Si el plusproducto social es insignificante, inestable y puramente accesorio, habrá muy poco crecimiento económico debido a la falta de posibilidades de acumulación, y no podrá haber una división del trabajo significativa. Sólo cuando el producto social excedente alcance un determinado umbral mínimo, en cantidad y duración, podrá utilizarse parte de la producción actual para alimentar a más personas y crear medios de producción adicionales, es decir, podrá iniciarse una verdadera dinámica de crecimiento económico.

Al mismo tiempo, se puede desarrollar la división económica del trabajo: una parte de la sociedad puede liberarse de la coacción de la producción para su propio mantenimiento, y la artesanía, el arte y el comercio, la escritura, la producción ideológica y científica, la actividad administrativa y bélica, pueden convertirse gradualmente en ocupaciones autónomas al separarse de la producción estrictamente para el mantenimiento de los productores. Esto facilita la acumulación y la transmisión de experiencia, conocimientos y recursos económicos acumulados, lo que a su vez conduce a un mayor aumento de la fuerza productiva del trabajo humano y a una mayor expansión del producto social excedente.

A partir de cierto nivel de desarrollo, esta división económica del trabajo conduce también a una división social, es decir, ambas se combinan. Una parte de la sociedad utiliza la división funcional del trabajo (por ejemplo, las funciones de gestión de provisiones, el mando del ejército, la autoridad sobre los prisioneros de guerra, etc.) para hacerse con el control del plusproducto social y obligar a parte o a toda la gente que produce a que le cedan ese plusproducto de forma permanente. Así, la sociedad se divide en clases sociales antagónicas, entre las que se libra una lucha de clases permanente (a veces oculta, a veces abierta, a veces pacífica, a veces violenta) por la distribución de la producción material y -periódicamente, al menos- por la conservación o la superación del orden social existente.

Sobre la base de las relaciones de producción dominantes, se desarrolla una compleja superestructura de formas de pensar, modos de comportarse, normas jurídicas e instituciones coercitivas, sistemas ideológicos, etc., que tienen la función de preservar el orden social existente. La más importante de estas instituciones es el Estado, es decir, un aparato específico, separado del resto de la sociedad y mantenido con el plusproducto social, que obtiene el monopolio del ejercicio de determinadas funciones sociales. Puesto que la clase dominante controla el plusproducto social, controla el Estado. Por la misma razón, la ideología dominante (¡pero no única!) de cada sociedad es también la ideología de la clase dominante.

Este instrumento conceptual, relativamente simple, permite al marxismo comprender y explicar de forma exhaustiva, e integrando cada vez más datos empíricos, no sólo el desarrollo económico y social, sino también la historia de los Estados, las culturas, la ciencia, la religión, la filosofía, la literatura, el arte y la moral, en sus peculiaridades y en sus transformaciones 3/. Este es su mayor activo. El marxismo es la ciencia del desarrollo de la sociedad humana, es decir, en última instancia, la ciencia del ser humano.

Segunda parte

La mayor contribución teórica de Karl Marx reside en el descubrimiento de las leyes específicas del desarrollo del modo de producción capitalista.

La concepción marxista de la historia y de la sociedad se basa en el principio de que cada modo de producción tiene sus propias leyes de desarrollo, que determinan su origen, crecimiento, pleno desarrollo, declive y desaparición. La mayor contribución teórica de Karl Marx reside en el descubrimiento de las leyes específicas del desarrollo del modo de producción capitalista. Éste es, de hecho, el contenido de su obra principal. El capital existía antes que el modo de producción capitalista. Se desarrolló por primera vez en el contexto de la producción de mercancías a pequeña escala, a través de la autonomización del comercio monetario. Sus formas primitivas son el capital de usura y el capital comercial. Sólo con la penetración del capital en la esfera de la producción nace el capitalismo moderno. Sólo cuando el capital comienza a dominar la esfera de la producción se puede hablar realmente de un modo de producción capitalista definitivamente establecido.

El capital es un valor que genera plusvalía, es dinero en busca de más dinero, la búsqueda del enriquecimiento se convierte en el motivo dominante de la actividad económica. Uno de los mayores descubrimientos de Karl Marx fue establecer que el capital, en sí mismo, no es una cosa. La cría de ganado, una cantidad de medios de trabajo acumulados o incluso un tesoro de oro y plata no son automáticamente capital. Estas cosas sólo se convierten en capital en determinadas condiciones sociales, que permiten a su propietario apropiarse del plusproducto social, en parte o en su cuasi totalidad, en función del peso de este capital en la sociedad. Detrás de la apariencia de las relaciones entre los seres humanos y las cosas, Marx descubrió la sustancia de la relación capitalista como relación social de producción, como relación entre clases sociales.

La esencia del modo de producción capitalista se encuentra en la relación entre trabajo asalariado y capital, en la separación de las y los productores directos de sus medios de trabajo y subsistencia, por un lado, y por otro, en el control fragmentado -debido a la propiedad privada de los medios de producción- de la clase capitalista sobre los medios de producción 4/. De esta doble división de la sociedad surgen las instituciones económicas estructurales. Las y los productores directos tienen la obligación económica de vender su fuerza de trabajo como único medio de subsistencia. La totalidad de las mercancías producidas es confiscada por quienes poseen los medios de producción que se apropian de ellas. Surge entonces una sociedad de producción generalizada de mercancías, porque no sólo están disponibles en el mercado todas las mercancías producidas, sino también todos los medios de producción (incluidos la tierra y el subsuelo), así como la propia fuerza de trabajo.

Para los marxistas, son estas características estructurales las que definen el carácter capitalista de la economía y la sociedad, y no los salarios bajos, las o los productores indigentes, la población asalariada sin poder político o la no intervención del Estado en la economía. Lejos de haberse limitado a "describir la evolución económica del siglo XIX", y de haber sido "superado por la evolución económica del siglo XX", El Capital de Marx es de hecho una brillante anticipación de tendencias evolutivas que sólo se materializaron plenamente mucho después de la muerte del autor. En todos los países capitalistas de la época de Marx, con la excepción de Gran Bretaña, la mayoría de la población trabajadora seguía estando formada por pequeños productores y comerciantes independientes, asistidos por sus familias. Sólo mucho más tarde esta población se descompuso en una gran mayoría de personas asalariadas (ya más del 90% en Gran Bretaña y EE UU, más del 80% en la mayoría de los demás países capitalistas industriales) y una clase de grandes, medianos y pequeños capitalistas, continuamente más reducida, mientras que los pequeños productores independientes, que trabajaban sin asalariados externos, se convirtieron en una minoría en vías de extinción.

Para probar que ya no vivimos en un modo de producción capitalista en el sentido en que lo entendía Marx, para apoyar el cuento de una economía mixta, habría que demostrar que las y los asalariados ya no se ven obligados a vender continuamente su fuerza de trabajo (por ejemplo, porque el Estado podría garantizar a toda la ciudadanía una renta mínima de existencia, o porque los medios de producción serían tan baratos que sería posible para cada trabajador o trabajadora ahorrar lo suficiente con su salario medio para establecerse como independientemente) y que el desarrollo de la economía ya no estaría dominado por la obligación, dictada por la competencia, de maximizar el beneficio y el crecimiento de cada empresa.

Si analizamos el desarrollo económico de los últimos cien, cincuenta y veinticinco años, veremos que no se ha producido ninguno de estos cambios estructurales. El capitalismo, tal y como lo definió Marx, sigue siendo hoy, más que nunca, la característica del orden económico del mundo occidental.

No se trata de una cuestión de definición, es decir, de una disputa semántica. La definición científicamente exacta de la esencia del modo de producción capitalista nos permite descubrir sus leyes de funcionamiento a largo plazo, así como sus contradicciones internas. Aquí encontramos de nuevo una notable superioridad del análisis económico marxista sobre las escuelas neoclásicas de economía, que no tienen nada equivalente que ofrecer 5/.

Puesto que el capitalismo se basa en la propiedad privada de los medios de producción -es decir, en el poder, compartido por diferentes empresas y capitalistas, de disponer de los medios de trabajo y de la fuerza de trabajo, así como en la capacidad de decidir sobre las inversiones-, la producción capitalista se sitúa bajo el signo de una competencia despiadada y de la anarquía de la producción que de ella se deriva. Cada capitalista, cada empresa, busca maximizar el beneficio y el crecimiento, sin preocuparse de los efectos de esta tendencia sobre el conjunto de la economía.

Con el fin de mantener o ampliar la posición de mercado de cada competidor, la competencia obliga a reducir los costes de producción. La reducción de los costes de producción exige una ampliación constante de la escala de producción, es decir, la producción de series cada vez mayores, que a su vez requieren máquinas cada vez más eficientes. Por lo tanto, en el capitalismo existe una tendencia hacia un enorme desarrollo del progreso técnico, hacia la utilización permanente de los descubrimientos científicos en la producción material, hacia la extensión ilimitada de la masa de mercancías y del parque de máquinas hasta la semiautomatización anticipada por Marx.

Pero cada vez más máquinas requieren cada vez más capital. Para no ser derrotado por la competencia, cada capitalista (la empresa capitalista) debe tratar de ampliar su capital continuamente. La acumulación de capital es el objetivo esencial y el motor principal de la vida económica y del crecimiento en el capitalismo. Si la acumulación de capital se ralentiza, la actividad económica disminuye y se extienden la escasez y la miseria, a pesar de que se disponga de enormes reservas de bienes y fuerzas productivas. Obligada a acumular capital, la clase capitalista no tiene más remedio que tender a un mayor grado de explotación de la fuerza de trabajo. Porque el capital no es más que plusvalía capitalizada, y la plusvalía no es más que trabajo no remunerado: es la diferencia entre el nuevo valor total producido por el trabajo y los costes de reproducción de la fuerza de trabajo, es decir, la forma monetaria del sobreproducto social. Dado que con el aumento de la productividad del trabajo, una cesta determinada de bienes de consumo (e incluso una cesta con un número creciente de bienes de consumo) puede producirse en un tiempo de trabajo cada vez más corto (es decir, en una fracción decreciente de la jornada laboral normal), es muy posible, en el marco de unas relaciones de poder socioeconómicas determinadas -sobre todo si el ejército industrial de reserva (el desempleo) se reduce y disminuye a largo plazo- que los salarios reales de los trabajadores aumenten, mientras que al mismo tiempo aumenta el grado de explotación y obtienen una parte menor del nuevo valor que han producido.

Dado que sólo la fuerza de trabajo viva produce nuevo valor y plusvalía, y que aumenta la parte del capital que se gasta en la compra de medios de producción muertos (edificios, máquinas, materias primas, energía), existe una tendencia a medio y largo plazo a que disminuya la tasa media de beneficio, es decir, la relación entre la plusvalía social total y el capital social total.

Los cambios en la tasa de ganancia rigen el desarrollo económico en el capitalismo. Una disminución de la tasa de ganancia determina una disminución de la acumulación de capital, así como una disminución de la inversión, del empleo, de la producción, de la renta real y una mala situación económica. Un aumento de la tasa de ganancia determina una tendencia al crecimiento de la acumulación de capital, un aumento de la inversión y de la producción, y también determina, a largo plazo, un crecimiento del empleo y de la renta real, es decir, una buena situación económica, aunque tanto en los periodos buenos como en los malos, todas estas tendencias no se desarrollan simultáneamente ni en paralelo. También a largo plazo, en el capitalismo hay ondas de crecimiento económico rápido (1848-73, 1893-1913, 1948-1966) y ondas de crecimiento más lento (1823-1847, 1874-93, 1914-39, 1967-…). Estas ondas están condicionadas por las curvas de la tasa media de ganancia y la posibilidad (o dificultad) relacionada de lograr revoluciones tecnológicas fundamentales.

Este movimiento en forma de ondas de la tasa de ganancia determina la marcha cíclica de la producción capitalista inherente al sistema, es decir, la sucesión regular de fases de sobreproducción periódica (recesión) y de recuperación (hasta fases periódicas de expansión). La marcha cíclica de la producción capitalista existirá mientras exista la producción capitalista, y ningún "sofisticado conjunto de medidas anticíclicas de política estatal" podrá impedir de forma sostenible el retorno a las crisis periódicas de sobreproducción. Las crisis de sobreproducción se explican por la competencia, es decir, por una parte, por la anarquía capitalista de la producción, que conduce necesariamente a un movimiento ondulatorio de sobreinversión e infrainversión y, por otra parte, por una tendencia, también inherente al sistema, a desarrollar la producción (y la capacidad de producción) más allá de los límites a los que el consumo solvente de la gran mayoría de la población permanece confinado por las relaciones capitalistas de distribución.

Ciertamente, cada una de las veinte crisis económicas generales 6/ que han tenido lugar hasta ahora en la historia del mercado capitalista mundial tiene sus propias características que están ligadas a aspectos específicos del desarrollo del mercado mundial (por ejemplo, el papel del auge de los precios de las materias primas y del petróleo en el desencadenamiento de la recesión de 1974-75). Pero es poco científico y poco serio explicar un acontecimiento que se ha producido 20 veces en 150 años exclusiva o principalmente sobre la base de factores que a lo sumo pueden explicar sólo esta o aquella crisis en particular, y negarse a explicar las causas generales de las crisis económicas capitalistas inherentes al sistema.

Es igualmente injustificado ver en el retorno constante del crecimiento económico después de la crisis una prueba de los errores del análisis marxista. Marx nunca predijo un colapso automático de la economía capitalista en el curso de la gran crisis económica. En su análisis, la crisis tiene precisamente la función objetiva de reactivar la valorización y la acumulación del capital, mediante la devaluación masiva del capital y el aumento masivo del grado de explotación de la fuerza de trabajo (posibilitado por el desempleo masivo). Su conclusión fue que un sistema que sólo puede lograr el crecimiento económico a costa de la destrucción violenta periódica de las fuerzas productivas y de la producción periódica de miseria generalizada, es un sistema irracional e inhumano que debe ser sustituido por otro mejor.

Una acumulación de capital en continuo crecimiento conduce, a través de la competencia impuesta por el sistema, a una creciente concentración y centralización del capital. Los peces grandes se comen a los pequeños. En cada vez más sectores industriales, un puñado de trust concentra dos tercios o más de la producción. La concentración y la centralización del capital conducen a la dominación del mercado para un gran número de productos.

El capitalismo monopolista sustituye al capitalismo liberal, en el que los precios están sujetos a la libre competencia. Ni los monopolios ni la creciente intervención del Estado en la economía pueden, a largo plazo, contrarrestar los efectos de la ley del valor y controlar y garantizar los precios, los mercados, la producción y el crecimiento económico. La supresión de la competencia y la anarquía a un nivel las reproduce con mayor vigor a un nivel superior. De todas estas leyes generales de funcionamiento del modo de producción capitalista se derivan una serie de contradicciones fundamentales y crecientes del sistema.

El crecimiento económico capitalista es siempre un crecimiento desigual, provocado por la búsqueda de beneficios excedentarios. El desarrollo y el subdesarrollo se condicionan mutuamente y conducen a una polarización extrema del poder económico, tanto a escala nacional como internacional. En los principales países capitalistas industrializados, el 1-2% más rico de la población posee más del 50% de la riqueza privada y, a menudo, más del 75% del valor de las acciones de todas las sociedades anónimas 7/. Menos de 800 trust multinacionales controlan ya entre una cuarta y una tercera parte de la producción capitalista industrial mundial. Una docena de grandes empresas especializadas en el comercio de soja, trigo y maíz, y unos cientos de empresas agroalimentarias controlan la mayor parte del comercio mundial de alimentos. El 70% de la población mundial (los países subdesarrollados, más China) recibe sólo el 15% de la renta mundial y representa menos del 10% del consumo mundial de energía.

El modo de producción capitalista genera cada vez más la alienación del trabajo y la autoalienación de todos los seres humanos. Si el trabajo se considera únicamente como un medio para ganar dinero, pierde gran parte de su dimensión creativa y formadora de la personalidad. La tensión física, la monotonía o el estrés permanente provocados por la obligación de rendir y el miedo al fracaso convierten el trabajo en una carga y una calamidad. El ser humano ya no es el objetivo, sino el medio del sistema económico; se degrada hasta el punto de ser un pequeño engranaje de la máquina, por así decirlo.

La extrema racionalidad y la sofisticada planificación del cálculo de los costes y las inversiones, de la organización de la investigación y la producción dentro de la empresa, están ligadas a la creciente irracionalidad del sistema en su conjunto. Esta irracionalidad se expresa no sólo en las crisis de sobreproducción que se repiten regularmente, sino también en las enormes pérdidas debidas al hecho de que, por un lado, las capacidades de producción no se utilizan plena y permanentemente y, por otro, se produce un enorme despilfarro de fuerzas productivas en una producción irracional y nociva que pone en peligro la salud, la naturaleza y la vida misma.

Las contradicciones crecientes del sistema se descargan periódicamente en una sucesión explosiva de crisis económicas, sociales y político-militares extremadamente destructivas.

Todas estas contradicciones pueden reducirse a una contradicción central: la contradicción entre la creciente socialización objetiva de la producción y su apropiación privada. El trabajo como actividad privada para el consumo inmediato de productores individuales o pequeñas comunidades hace tiempo que se ha convertido en algo marginal. Ahora, una dependencia, cada vez más estrecha, vincula a cientos de millones de productores en un trabajo que objetivamente no puede prescindir de la cooperación. Pero la organización, la dirección y la finalidad de este enorme mecanismo no están en sus manos. Está en manos del gran capital. El beneficio privado (el beneficio de cada empresa individual) sigue siendo el alfa y omega de la organización económica capitalista. La tendencia desenfrenada al enriquecimiento impide que las enormes capacidades productivas se pongan al servicio de la satisfacción de las necesidades humanas y de la emancipación de sus productores. Cada vez más, el valor de cambio, que se ha vuelto autónomo, transforma estas fuerzas productivas en fuerzas destructivas, que nos conducen a catástrofes espantosas. Las contradicciones crecientes del sistema se descargan periódicamente en una sucesión explosiva de crisis económicas, sociales y político-militares extremadamente destructivas. La aniquilación de la cultura material y de la civilización humana básica, el retorno a la barbarie, se ha convertido en una posibilidad real y tangible.