
A veces el alma encuentra su calma no en el bullicio de las ciudades ni en los aplausos de los escenarios, sino en el rumor constante del agua que corre entre piedras y raíces. Así me ha sucedido estos días, caminando junto al río Mao, en la zona de Contra Valse, donde la naturaleza parece haber detenido el tiempo para hablarle al espíritu.
Allí, entre la espesura de los árboles y las montañas que abrazan el cauce, el paisaje se vuelve poema. El río serpentea con su azul sereno, reflejando el cielo y los sueños de quienes se detienen a mirarlo. Sus aguas, a ratos mansas y a ratos inquietas, narran historias antiguas que vienen desde lo más profundo de la cordillera Central, donde nace su caudal. Es un lenguaje sin palabras, pero cargado de sentido: el lenguaje de la tierra viva.
Crecí cruzando este río. Aprendí a nadar en sus aguas, incluso cuando venía crecido, cuando su fuerza era prueba y juego a la vez. Lo crucé en las mañanas frías, en noches oscuras alumbradas por luciérnagas, montado a caballo con bidones de leche amarrados en la montura. En cada travesía forjé el carácter, templé el cuerpo y aprendí a confiar en la corriente, en la memoria del río, que nunca olvida a los suyos.
Los árboles bordean el río como si lo protegieran. Cedros, caobas, guanábanos y helechos gigantes ofrecen sombra generosa y se mecen con la brisa como si saludaran a cada visitante. Más allá, los campos verdes se extienden hacia las colinas, donde cultivos y flores silvestres tiñen el paisaje de esperanza. El aire huele a tierra húmeda y hojas nuevas, y en el fondo se escuchan los cantos de aves escondidas entre las ramas.
Desde un claro del camino, se puede ver cómo las montañas se funden con las nubes al atardecer, cuando el sol, cansado del día, deja caer su luz dorada sobre la corriente del río. Es en ese instante que todo parece sagrado. El agua brilla como espejo de fuego, y los colores del crepúsculo pintan de nostalgia cada rincón.
Este rincón del río Mao —tan cercano a Contra Valse— es más que un paraje natural: es un santuario para el alma, un aula abierta donde la naturaleza enseña a contemplar, a respirar, a agradecer. Basta sentarse en una piedra, dejar los zapatos a un lado y mojar los pies en el agua fresca para sentir que uno ha vuelto a casa.
En tiempos donde todo parece correr sin pausa, el río Mao nos recuerda la belleza de lo esencial. Nos enseña que hay paisajes que no necesitan filtros ni luces artificiales, porque ya nacen con el resplandor del origen. Y que todavía —sí, todavía— existen lugares donde el silencio no es ausencia, sino presencia viva de la naturaleza que nos habla, si sabemos escuchar.
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