Papi Caquén fue un gran abuelo para sus veinticinco nietos, un padre ejemplar para sus nueve hijos y un esposo abnegado y leal para nuestra querida Aba. A su lado caminó toda la vida, siempre fiel acompañante de la Mamá Sarah de tantos, sosteniendo con humildad y fortaleza el ministerio que ella recibió de Dios, asegurando con su respaldo silencioso que esa misión se cumpliera cabalmente aquí en la tierra.
Así fue él: un ejemplo para todos nosotros de amor verdadero y entrega absoluta. No con palabras, porque no era hombre de mucho hablar, sino con ese accionar constante que enseñaba más que cualquier discurso.
En la prédica de su velatorio, quien supo alumbrarnos con un destello de esperanza en medio de la tristeza recordó acertadamente que Papi Caquén, al cultivar junto a Aba su relación con Dios, vivió la verdad de lo que dice Proverbios 3:4: “Y hallarás gracia y buena opinión ante los ojos de Dios y de los hombres”.
Fue adelantado a su tiempo en muchos aspectos: buzo entusiasta, piloto curioso, pero también profundamente un hombre de campo. Y aunque su amor por la tierra venía ya de sus antepasados, supo honrar y continuar el legado que marca nuestro apellido con dedicación.
Gente buena, aunque se entierre, no se apaga: se siembra y permanece en nosotros
Mi mamá contaba que en sus cuarenta años dentro de la familia, jamás escuchó de Papi Caquén una palabra descompuesta. Era de trato suave, espíritu pacífico, alguien que enseñaba con la calma más que con la fuerza.
Fue parte fundamental del tronco que sostiene a esta familia numerosa, y gracias a esa raíz sólida, aun siendo tantos, seguimos siendo tan unidos.
Han sido días de sentimientos encontrados: una mezcla de agradecimiento por haberlo tenido tanto tiempo, de nostalgia por lo que ya no está y de la tristeza inevitable de la separación física. Aunque la noticia fue recibida con tranquilidad, pues todos sabíamos lo que venía, ya lo presentíamos desde hace tiempo; había en nosotros una sensación subconsciente de que Papi Caquén sería eterno. Y en cierto modo lo es: noventa y siete años de vida, que ahora pasan a vivir en nosotros: en mis padres, mis tíos, mis primos y en mí.
De él nos llevamos una lección invaluable: cómo vivir con amor y plenitud, alcanzando la buena opinión ante los ojos de Dios y de los hombres; cómo apreciar la importancia de la familia y de la fe; cómo dejar huella sin necesidad de levantar la voz. Una vida bien vivida, que se despide mientras, en el recuerdo de muchos de nosotros, suena de fondo Caballo blanco de Juan Luis Guerra.
Lo bueno es que sabremos siempre dónde encontrar a Papi Caquén: en el amor de nuestra abuela, en la rectitud de sus hijos, en las risas de sus nietos y bisnietos; en las historias contadas en las mecedoras de La Piñita, en los domingos en su casa y en los chistes característicos de la familia que nos siguen uniendo. Gente buena, aunque se entierre, no se apaga: se siembra y permanece en nosotros.
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