En mi pasado artículo “Verdad y posverdad”, me referí al uso problemático del concepto posverdad y como su uso señala una preocupante situación de nuestro tiempo marcada por una crisis del debate público amplificada por el desarrollo de las nuevas tecnologías.
En este sentido, las redes sociales han jugado un rol protagónico. Nuestra tendencia natural a la copertenencia parece acentuarse en los espacios virtuales donde la estructura y funcionamiento de los sistemas algorítmicos que determinan la circulación de los contenidos virtuales alimentan el atrincheramiento tribal en detrimento de las interacciones características del debate racional.
Esta situación favorece el fenómeno de la polarización dificultando la comprensión de cualquier tema que sea de alta sensibilidad para una sociedad, sea la problemática de las causales, la migración ilegal, la orientación sexual o cualquier otro asunto que puede generar división ciudadana por compromisos de carácter religioso, ideológico o partidario.
Si bien la polarización promovida por las redes puede agitar la participación política, no promueve una actuación ciudadana responsable porque los grupos constituidos en los espacios virtuales no tienen una articulación y cohesión sólida, permiten la intervención anónima o enmascarada y cubren con un manto de impunidad las acciones discursivas de sus participantes.
No es de extrañar que las redes se hayan convertido en escenarios de una frenética circulación de noticias falsas, discursos de odio y expresiones de la emocionalidad más descarnada. Es esta atmósfera la que enrarece el debate sobre cualquier problema social importante dificultando una comprensión clara de los factores que inciden en un determinado fenómeno, la interpretación de los textos e informaciones necesarias para “encontrarnos en una verdad”, o un espacio de diálogo donde podamos llegar a un mínimo de acuerdos sociales o al reconocimiento de los desacuerdos sin satanizar al adversario de nuestras ideas. Es este escenario de emocionalidad el que contribuye al aislamiento de “la cámara de resonancia epistémica” y que como ha señalado Hanno Bauer en su libro La invención del bien y del mal (2023) es más dañina que las denominadas “burbujas digitales” porque dentro de aquella se pierde la confianza en el otro, especialmente de los que piensan distinto.
De esta manera, la suspicacia hacia quien pertenece a otro colectivo es inversamente proporcional al dogmatismo que se muestra con respecto al propio grupo. En esta situación, se dinamitan las posibilidades de la conversación, la negociación y la confrontación amistosa constitutivas de la democracia.
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