Uno de los signos de la “era de los hechos alternativos” es el auge del relativismo, la concepción del conocimiento que sostiene la relatividad de la verdad en función de las personas, así como la inexistencia de referentes que sean independientes de las tradiciones culturales.
De modo superficial, el relativismo parece el enfoque teórico más acorde con la democracia. El filósofo de la ciencia Paul Feyerabend afirmó en su libro ¿Por qué no Platón? que era, de hecho, la única idea general compatible con una sociedad libre. En defensa de la problemática tesis de que la ciencia es una forma más de ideología que no debía ser privilegiada por el sistema educativo con respecto a la astrología o la brujería, Feyerabend escribió que “en una democracia cada cual debe vivir como quiera” (Ibid, p. 65).
La afirmación no es problemática si se asume en el sentido de que una sociedad libre asume una multiplicidad de formas de vida elegidas con autonomía. El problema es que en el contexto del escrito de Feyerabend y de su concepción general del mundo, su afirmación implica “la ausencia de una verdad y moral comunes” (Ibid, p.66).
Y es aquí donde está el problema fundamental que el mismo autor reconoce como una debilidad del enfoque relativista: “la sociedad y la civilización no pueden existir sin un determinado grado de trabajo conjunto” (Ibid, p. 69). ¿Cómo puede llevarse a cabo este trabajo sin los referentes comunes que el relativismo rechaza?
La respuesta de Feyerabend es que dicho trabajo es posible porque los seres humanos pueden cooperar al margen de que posean intereses distintos, sin valores comunes, como el caso de los prisioneros que laboran en un proyecto bajo un régimen penitenciario.
No es precisamente una analogía válida, porque la cooperación dentro de una prisión es forzada. Por el contrario, la cooperación democrática, como señala el filósofo Hanno Bauer en La invención del bien y del mal, además de ser orgánica, sustituye la tradición por el acuerdo. Este contrato social implica combatir ideologías y prácticas cuyos valores y dinámicas fueron inherentes a sociedades premodernas, como el racismo o la esclavitud, pero contradictorias con la naturaleza de las sociedades democráticas del bienestar.
Los valores democráticos no son compatibles con cualquier forma de vida. En una sociedad democrática es inaceptable la práctica de la ablación o la extirpación del clítoris de una niña bajo el argumento de que forma parte de las costumbres de una tradición ancestral. La ablación es un acto violento que genera daños corporales contra las víctimas independientemente de que su comunidad sea consciente de ello. Es una práctica que transgrede el límite del respeto a la integridad como persona que posee cualquier ser humano y cuyo respeto forma parte de los acuerdos mínimos de una sociedad libre.
Pensar que “en una democracia cada quien puede vivir como quiera” implica la negación de estos límites y, sin estos, la libertad no es posible porque la misma es un bien relacional, implica a los otros y no se reduce al capricho personal de cómo deseas vivir.
Por consiguiente, los límites establecidos dentro de un Estado democrático son incompatibles con el relativismo porque este otorga el mismo estatus a todas las ideologías incluyendo a aquellas que son la negación misma de la democracia. Las implicaciones prácticas de la concepción relativista son peligrosas. Si los valores democráticos tienen la misma validez que los valores de las tradiciones autoritarias, la elección entre un gobierno democrático y un sistema totalitario se reduce a un asunto de gusto personal, a una disposición subjetiva o a la decisión de los más poderosos. En la era de los “hechos alternativos” sufrimos las consecuencias de esta perspectiva.
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