En las historias de las tragedias humanas se describen innumerables leyendas populares, una con carácter anecdótico y otras que convocan raíces arquetipales, sociales, teológicas, etc., las cuales tratan de reconocer, las mil formas de cómo se presenta el mal en los imaginarios humanos y de aquellas experiencias que cantan los misterios del alma, como momentos aterradores en el marco de una guerra.

Aquellos que se nombra como “el mal”, es propio de una humanidad de guerreros depredadores. Y no ha sido una imagen perecedera en el tratamiento filosófico y teológico. Dado que forma parte de esos aposentos secretos que envuelven la psiquis configurando postulados y luchas entre distintos pensadores, contra ese ángel nocturno o diurno que coloca en múltiples combates el pensamiento que se enfoca en lo humano.

El mal es eso que constituye un limo que no se disuelve. Es lo que actúa en la oscuridad para que no sea visible en los lugares en los que el cuerpo de la gloria asume la ley. El mal no actúa bajo una ética colectiva, ni tampoco valora el amor en su plenitud.

Es un desorden de los vicios. Un “deseo por el objeto del deseo del otro” como dice Lacan. Es un amasijo de sangre, tanto simbólica como real. Es un significante que ha sido tratado por Kierkegaard, Kant, Hegel, Freud y otros, a partir de diversos discursos hermenéuticos. Cada uno tratando de elaborar un eje de imágenes que puedan explicar como una vagabunda/o con sus ensoñaciones con el poder, crean un complejo mundo que se nutre de las desviaciones, de lo indeseable, lo tormentoso, la muerte o las manifestaciones que caen en la perversión moral infligida, a la carne, pero siempre, a la del otro.

La guerra se sostiene en la ignominia, corrupción, el asesinato colectivo, ya que pone en escena, a ese perturbador/a de siempre, al Puer Robustus, el cual se hace presente para afectar la paz y el equilibrio societal.

La mitología y los relatos hagiográficos del pensamiento cristiano, hablan del ángel caído, ese que Edgar Allan Poe, llama el ángel de lo singular, o como expresa Kant, eso que es innato al humano, pues se corresponde con una propensión radical que se sostiene en lo inextirpable.

La guerra es ese estado que radicaliza el mal, llevando el pasaje al acto de destrucción del otro, por causas territoriales, darse el gusto de sostener el poder sobre el otro, o simplemente por la crueldad que se mueve como un plus del goce perpetuo de una historia alienada por su condición de perturbador/a.

No obstante, para el filósofo Kierkegaard el misterio del mal, no está relacionado con la palabra, sino aquello que está antes y después de la palabra. Es decir que el filósofo lo trata, como un sin sentido, que se introduce en el ser humano. Él lo llama lo indecible. Es para él una cuestión que no queda comprendida jamás por el ser humano. Kierkegaard piensa que sólo Dios es la fuerza que puede entender el mal, y ese mal lo piensa, como un notable medio para enseñar sobre el amor y aprender a amar. Como pensador cristiano se ajusta a la angustia y a la culpa para la comprensión de los orígenes del mal. En el psicoanálisis se diría que es propio del psiquismo, viene del inconsciente.

En oposición a esta mirada, encontramos la teoría del psicoanálisis en especial la de J. Lacan, el cual entiende que hay que abordarlo en término de la subjetividad y esto se corresponde a la estructura simbólica de la sociedad. Un ser humano “normal” se edifica en estructuras de conductas reales, en cambio, el criminal o el que se mueve en la perversión o en la psicopatía, lo expresa, a través de conductas simbólicas.

¿Y cómo explicar esto? Lo sitúa como un lugar o espacio psíquico donde interactúan figuras residuales, en el que el goce se ligue con representaciones de las normas, por medio de fuerzas que están fuera de toda prohibición. Claro estás fuerzas o medios implican que se desgarre la ley. El psicópata conoce la ley, pero la desprecia, y la rompe conociéndola. Y sobre todo no siente culpa.

En cambio, el psicótico remite a una sintomatología, la de no reconocer la ley, porque el sujeto está fuera del sentido de lo real, lo que se llamaría una conducta loca, sin reconocimiento o conciencia. Ambos desconocen la ley, pero el perverso, la conoce bien y su conducta es despreciarla, no por psicótico o loco, sino porque no le da la gana de reconocerla y le gusta gozar con la violación de la ley.

La cultura impone restricciones y cuando se transgreden son castigadas por un sistema penal, o por la culpa que generamos nosotros mismos, frente al otro, de ahí el origen de la cultura, según Freud.

El mal, no acepta el orden social. Éste significante se instala en un discurso perverso y ejerce el llamado privilegio del goce. Tiene una conciencia clara de que se está cometiendo un “tal acto” contra otros/as, con ese hecho, va a encontrar un placer y un goce psíquico. De ahí, que lo real está, sin ley y no obstaculiza la simbolización.

Si ha de robar, matar, calumniar y mentir, estos actos están claramente desagregados de lazos sociales y con mucha fragilidad, está desligado de la culpa, más no del goce que provocan dichos actos.

En tales circunstancias el consumo de drogas, ropa y mercaderías fútiles que siempre llevan a la satisfacción inmediata es parte de ese goce que agarra y sostiene al perturbador/a. Por tales razones, Freud señala en Tótem y Tabú que la génesis de la ley y el crimen inicia con el ser humano.

En este mismo contexto, vuelve a señalar Freud en su libro: “El Malestar de la Cultura” que todos los sujetos, sin importar el género, en tanto tienen la palabra están marcados por la ley. Los seres humanos, como entes sexuados, tienen un malestar. Y por ello, pagamos un precio, al aceptar la ley o la cultura. Ese precio es vital para vivir en grupo. Los humanos tienen que someter sus pulsiones, poniendo límite al goce, y a la prepotencia de querer controlar el poder de lo real, ya que es lo que garantiza que se pueda convivir y garantizar la armonía social. Por tales razones, se habla siempre de una ética colectiva que sea aceptada por todos y todas en los graneros de la vida.

Por tanto, lo ético siempre será una propuesta necesaria para la paz. Esto lo expresa el viejo alemán Max Weber en su conferencia de 1919 en Múnich: “…se necesita una ética de la responsabilidad para poder balancear muy bien, las decisiones del Estado y de los gobernados”.

A este tenor, me preguntó, ¿a dónde situar la guerra? cuando la responsabilidad de un Estado es la mesura, equilibrio y el  respeto de los seres humanos, basado en una política de responsabilidad ética. La guerra se sitúa en la perversión. Por lo que los genocidios, etnocidios, destrucción del planeta, discursos racistas, contra los inmigrantes o personas particulares, entre otras tantas cosas son parte de ese goce perpetúo de dañar al otro.

La guerra se sostiene en la ignominia, corrupción, el asesinato colectivo, ya que pone en escena, a ese perturbador/a de siempre, al Puer Robustus, el cual se hace presente para afectar la paz y el equilibrio societal.

En estos momentos, el Puer Robustus, como perverso moral, modela el trayecto de la historia de occidente. Con su goce permanente y demanda de poder, ya no se ocultan en el baúl de los recuerdos, ha hecho suyas las voces de los típicos asesinos, la de imponer la crueldad bajo juramentos absurdos de lealtad e impunidad de los matarifes que asfixian la paz.

Y en este contexto de tanto odio, quiero retomar un poema Friedrich Schiller que título: Tres palabras de fortaleza, para denotar que solo mediante el amor por la vida, el respeto al otro mediante una ética de la esperanza, podremos trasponer otras puertas. Les dejo el verso “…si hay nubarrones, si hay desengaños y no ilusiones, descoge el ceño, su sombra es vana, que a toda noche sigue un mañana”.