Recientemente, el presidente del CONEP, durante la celebración del 62 aniversario de esa entidad, destacó que los grandes desafíos de la República Dominicana son mejorar la calidad educativa, aumentar la eficiencia del gasto público, reducir la informalidad, combatir la competencia desleal, eficientizar la gestión municipal y avanzar en el ordenamiento territorial.
Estamos de acuerdo en que esos son desafíos importantes, pero también son fundamentales los retos de resolver las injusticias sociales y judiciales, las profundas desigualdades económicas, la inequidad fiscal, el creciente endeudamiento público y la baja calidad del gasto estatal.
Además, existen desafíos éticos que impulsan los anteriores: la codicia, la sobreexplotación laboral, los bajos salarios, la evasión fiscal -tanto legal como ilegal- y la compra de voluntades políticas mediante el financiamiento de campañas electorales a congresistas, alcaldes y candidatos presidenciales.
El gobierno actual está dirigido por representantes de los grandes intereses económicos. Desde el presidente y la vicepresidenta hasta ministros y funcionarios de sectores estratégicos como el eléctrico, todos provienen o responden al poder corporativo. Hoy en día, la política ha dejado de gobernar: son los intereses privados quienes imponen su agenda. Estas élites económicas son responsables directas de muchos de los males que afectan al pueblo dominicano.
Impulsan un modelo de endeudamiento y déficit que ellos mismos no pagan; sostienen un sistema eléctrico ineficiente, con tarifas impagables para muchas familias y sin solución a los problemas de distribución; y promueven la explotación irracional de recursos naturales a través de la minería y el turismo sin una adecuada regulación ambiental.
En educación, a pesar de manejar un presupuesto elevado, desvían recursos hacia iniciativas lucrativas para sus aliados y han abandonado la mejora estructural y pedagógica del sistema. Aunque proclaman la importancia de la educación, mantienen a la población en condiciones de bajo nivel crítico, pues una ciudadanía desinformada les resulta funcional.
Su control sobre las políticas públicas explica también la limitada cobertura en salud y el nulo financiamiento de medicamentos para los asegurados. A pesar de los riesgos de un sistema de pensiones precario, sostienen un modelo que solo les favorece.
En cuanto a los ingresos, según el Banco Central, el 38% de los trabajadores formales perciben salarios inferiores a 13,500 pesos mensuales, condenando a millones a vivir en privación, enfermedad y muerte prematura. La estructura impositiva, diseñada para beneficiar a los más poderosos, genera déficits superiores al 3%, alimentando la deuda pública. Muchas corporaciones gozan de exenciones fiscales permanentes o evaden sus responsabilidades tributarias mediante el fraude o la manipulación contable.
La informalidad, en gran medida, es promovida por las propias empresas. Actividades clave como la agroindustria, el turismo, la construcción y ciertos servicios funcionan en la ilegalidad laboral para evitar pagar prestaciones y seguridad social. Esa estrategia ha marginado a los trabajadores dominicanos y abierto espacio a una fuerza laboral migrante, muchas veces indocumentada. El ahorro en costos laborales gracias a la evasión de obligaciones ronda el 30%, una cifra escandalosa.
A esto se suma la falta de impulso a la industria nacional, lo que reduce las posibilidades de empleos dignos y bien remunerados.
Finalmente, no puede obviarse el rol de las grandes corporaciones en la corrupción institucional. La mayoría de los escándalos de corrupción involucran empresarios que, a cambio de contratos o privilegios, financian campañas o compran directamente decisiones públicas.
Lamentablemente, en nuestro país, quien paga y quien cobra es el mismo. El viejo modelo de autoritarismo económico sigue vigente. La política no gobierna: lo hacen las grandes fortunas. Y esa es, quizás, nuestra mayor desgracia.
s.fulgencio@mpt.com.do
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