Vivir en Santo Domingo es estar sometido a los designios inescrutables del tráfico vehicular. El “tapón” es un ser vivo, el malvado de una historia que los dominicanos no quieren contar bien. Es un actor principal en cualquier conversación cotidiana y también entre reproches políticos. En el entre tanto, consume el tiempo, el dinero y las energías de todos los que vivimos acá.
En este mapa, la vida diaria tiene que ordenarse en torno a las posibilidades que tiene uno de moverse frente a la sobrecarga del parque automotor en las vías de la ciudad. Una ciudad que despliega cada vez más asfalto por donde quiera que comiencen a circular más carros privados. Las jeepetas se vuelven trincheras de defensa de los privilegios individuales que el sol sobre la acera de afuera amenaza. El aire acondicionado a la temperatura elegida, música del Spotify propio y la comodidad del asiento conocido; todo lo que esté por fuera es un enemigo sobre el cual imponerse. Todos conducen mal y están en el camino de uno, nunca al revés.
El tráfico no sólo dicta ritmos, también dicta prioridades, identidades, la dinámica del vínculo con el desconocido. Tanto que el medio de movilidad utilizado se vuelve un marcador de estatus socio-económico. El tráfico en Santo Domingo reproduce jerarquías, y las recuerda de manera explícita cada vez que se escuchan las sirenas de la policía que va abriendo paso para que atraviese algún funcionario de escaso interés público. Las características de la socialización en Santo Domingo se exponen como versión distópica de aquella anécdota de Cortázar en la autopista a París.
Las ciudades son las geografías que construimos, y representan las sociedades que las habitan. Contienen nuestro ADN, son nuestro espejo. En Santo Domingo, el tráfico funciona como analogía de las dinámicas dominicanas. Por eso no genera el enojo que podría, porque no hace más que hablar el idioma de la calle. El tapón es un poderoso recordatorio: le recuerda al que va en guagua transpirando que es pobre, le recuerda al de la jeepeta que está -literalmente- más arriba que el resto, y le recuerda al funcionario que el descaro en política aún paga bien. En Santo Domingo el tapón es un ser vivo, el malvado encargado de indicar cómo son las cosas acá, y de mantener a cada quien en el lugar que le corresponde en la disputa de poder social.
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