A un artista a veces se le descubre a través de un detalle aparentemente insignificante que puede ser, sin embargo, esa luz que le arropa y define por completo. De este modo, por ejemplo, el poeta puede mostrar una actitud ensimismada y tierna mientras permanece absorto en el interior de un bar escuchando la lluvia caer y sin que nadie le pregunte, evoca un hecho nostálgico que le transporta a la infancia. Más tarde, al hablar de ello, sus ojos se inundarán con esa sal que procede del alma y que aflora, encrespada, a sus pupilas. Estas son las imágenes que me conmueven y que logran dar forma en mi interior a lo que yo llamo la esencia que define a una persona.

Del Maestro Cestero y al margen de su pincel, que él portaba como espada frente a molinos de viento en la zona colonial, recuerdo un hecho muy particular que no dejó de perturbar mi espíritu aquella remota tarde en la que sucedió. Caminaba yo tranquilo y con parsimonia por la calle Hostos cuando de repente pude observar a dos personas que en plena acera peleaban, literalmente dándose trompadas uno al otro, sin más público que mi presencia, que en aquel instante cruzaba frente al improvisado cuadrilátero. Uno de los dos púgiles -pude reconocerle sin dificultad- era el maestro Cestero. El otro era para mí un perfecto desconocido. Debía tener nuestro ilustre pintor, más o menos, unos ochenta años y su estilo de lidiar con el contrario no era precisamente el de un artista acostumbrado a moverse con sutileza entre caballetes y pinceles. Era más bien la estampa de un tipo varonil y curtido en el arte de enfrentar la vida, en su lado menos amable y sin el menor eufemismo. Cestero no estaba allí, en aquel preciso momento, haciendo arte sino fundando y defendiendo, de lo que fuera, la vida. En mi imaginación supuse que su contrincante sería, tal vez, un mercader que procurando la ganancia del negocio propio, le hubiera ofendido por el precio de alguno de sus cuadros. Creí que el artista bien pudiera haberse enfadado por ello y reclamado un valor económico en consonancia con su trabajo o simplemente pensé que pudiera haber entre ellos una malquerencia por alguna mujer de la calle del Conde.

No llegué a saber nunca el motivo, por supuesto. Solo sé que fui casi el único testigo de un acontecimiento sorprendente y que este quedó prendido para siempre en mi retina. El impacto fue de tal calibre que nunca, ni siquiera con el paso del tiempo, he podido separar su obra de esa tarde de paseo por la zona de resistencia al invasor yanqui, allá por el año 1965. El maestro fue para mí nuestro Pablo Picasso local, el pintor por excelencia de esta ciudad. Un hombre vital, un toro, un artista de cuerpo entero. Un monumento andante. No existe a mi entender la menor diferencia, en rango de importancia, entre la catedral y el auténtico tesoro que fue nuestro artista. Si la primera es omnipresente y sedentaria en esta ciudad, el gran pintor tuvo una clara y decidida vocación nómada. De ahí el perpetuo movimiento en su obra y en su propia persona.
Hoy me permito imaginarlo perdido por uno de esos pasillos que debe de tener el cielo, enfrascado en una entusiasta discusión de artistas por cualquier bar del paraíso parisino debatiendo con Wifredo Lam o con “Condesito” sobre el arte verdadero. Ese mismo arte que él llevaba en sus venas. Y es que los artistas de raigambre alejan sus vidas de cualquier pose prefabricada, escapan de las multitudes y los frecuentes eventos, llevando consigo el peso de su quehacer cotidiano a todas las partes. Es solo así y llegado el momento, cuando se antoja imposible el hecho de separar al artista de su obra. En él, en el maestro Cestero, ambas facetas llegaron a confundirse en el delta de sus días, llegaron a ser una sola en aquel individuo al que pude ver cruzar guante con un desconocido, en el artista de pantalón corto verde caqui y sombrero de ala ancha sentado en la Cafetera del Conde. Solo hubo, a lo largo de toda su vida, una pieza única, un ser humano que asumió el arte como auténtico destino.
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