“En lenguaje simple, todas estas características de los fluidos implican que los líquidos, a diferencia de los sólidos, no conservan fácilmente su forma”. -Zygmunt Baumant-.
La política es la fuente por excelencia de hombres y mujeres entregados total o parcialmente a la resolución de conflictos derivados de las necesidades surgidas en el seno mismo de la sociedad. Su integración responde a la firme convicción de que una nación más justa es aquella en la que sus mejores talentos se ponen al servicio de los que menos pueden, y la vocación, la herramienta motora de una idea inspirada en el bien colectivo.
Incidir y coincidir con una visión de Estado que restaure, desde el ideario argumentativo de una formación político partidista, las grietas socioeconómicas surgidas por la mala gestión del erario en otras administraciones al mando del tren gubernamental, es y será la meta del interlocutor entre el pueblo y las instituciones, sin importar si es de derecha o de izquierda. Al menos eso he aprendido con el paso y peso de los años.
El hombre público cuya misión es la obtención del mando y la obediencia a través de la conquista de voluntades, se forja desde las bases socioculturales expresivas de un conglomerado conforme o insatisfecho con las ejecutorias de políticas públicas y es un puente destinado exclusivamente a trasvasar el sentir popular a la acción humanitaria del gobierno. Mueve e inspira a las masas con argumentos sustentados en sus ideas, compartiendo experiencias vivas y se entrega por entero al interés de la gente.
El líder es un ser común, pero dotado de carisma, enfoque y sabiduría. Persiste sin miedos en la construcción de un Estado cimentado en los derechos humanos, crea las condiciones que hacen posible los espacios de discusión temática sobre asuntos íntimamente ligados al bien común. Comprometido con el presente y futuro de la gente. Con habilidades especiales, escucha, motiva, delega y comunica con sencillez y fluidez sus ideas para que pueda ser entendida y reproducida de una manera eficaz y orgánica.
Peña, Bosch, Balaguer. Fueron quizá, el referente más próximo a la tipología morfológica que caracteriza el discurso de un liderazgo auténtico, que supo enamorar y comprometer a los muchachos de mi época. Cada uno desde su lógica narrativa, construyeron y reinventaron las trincheras discursivas que nos permitió ver la política con un enfoque de sociedad. Con el celo natural del caudillo, lograron el desarrollo integral de las posiciones conservadoras y revolucionarias cuyo resultado se evidencia en los actores de hoy.
Tal vez por eso me resisto a creer en un prototipo creado sobre la base de relatos audiovisuales, de pantomimas, de sonrisas y abrazos programados, sin contacto con el pueblo y apartado de la realidad. Sin amor, sensibilidad social, ni don de gente. Creo en el apretón de manos, en la inclinación de oídos y la mirada fija, la expresión de dolor y la indignación derivada del sufrimiento ajeno. No creo en la falsa profecía del líder insípido, no creo en un producto de mercado disfrazado de humano, un diseño mecánico de la manipulación mediática nacida de la liquidez digital.
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