La noche en que el techo de Jet Set se desplomó no fue el inicio de una tragedia, sino la culminación de múltiples fracasos acumulados. No colapsó solo una estructura física: colapsaron décadas de improvisación institucional, permisividad normativa, desarticulación operativa y negligencia política. Cada una de las 225 muertes (al momento de esta publicación) no fue producto del azar, sino de una secuencia de omisiones previsibles. Lo que pasó era evitable, y lo sabíamos.
Este tipo de desastre no puede comprenderse desde una sola óptica. Requiere una mirada compleja, como la que ofrecen teorías contemporáneas sobre sistemas interdependientes. El riesgo no es una fatalidad: es una construcción social. Cuando el cumplimiento de normas es opcional, cuando los actores clave actúan descoordinadamente, y cuando la vigilancia pública es débil o inexistente, el resultado es el que vimos: muerte, trauma y desconfianza.
El riesgo estructural de locales como el Jet Set es conocido. Las reformas hechas tras un incendio anterior (2023) al parecer no fueron sometidas a peritajes técnicos serios. La legislación —fragmentada entre salud, municipios, obras públicas y protección civil— carece de mecanismos obligatorios y públicos para auditar y sancionar. Las inspecciones son esporádicas o complacientes. No hay un registro nacional de cumplimiento visible para los ciudadanos. Y lo peor: hay quienes sabían que este colapso podía ocurrir y nada hicieron.
Como médico de emergencias por casi dos décadas, viví en carne propia la sobrecarga asistencial, la falta de protocolos unificados en eventos de múltiples víctimas, la escasa interoperabilidad entre hospitales y la angustia de familiares sin información. Cuando las emergencias dependen del heroísmo del personal y no de un sistema planificado, el desastre es inminente. Y lo sucedido en el Jet Set lo confirmó de forma trágica.
Los impactos son múltiples. En salud, unas 189 personas heridas, muchas con secuelas permanentes. En lo económico, los costos que ya superan un estimado de RD$270 millones. En lo social, comunidades desgarradas, familias rotas, duelos colectivos no atendidos. Y en lo ético, la erosión de la confianza en el Estado, que ha fallado no solo en prevenir, sino también en asumir responsabilidades.
Frente a este panorama, es justo reconocer que la República Dominicana ha dado pasos significativos en materia de respuesta a emergencias y reducción de riesgos. La expansión del Sistema Nacional 9-1-1, la profesionalización creciente del personal sanitario y de rescate, la creación del COE y la implementación de planes sectoriales de emergencia representan avances indiscutibles. También se ha fortalecido la capacidad de respuesta ante eventos meteorológicos y se han incorporado nuevas tecnologías de monitoreo en algunas zonas urbanas.
Sin embargo, estos logros no han sido suficientes para prevenir tragedias evitables en espacios civiles de alta concurrencia, como la ocurrida en el Jet Set. La arquitectura legal sigue fragmentada, los mecanismos de inspección no están integrados, y los protocolos de derivación sanitaria para incidentes masivos aún no han sido estandarizados ni simulados de forma intersectorial. A pesar de los progresos, el país carece aún de un marco nacional unificado de gobernanza del riesgo urbano y civil, que articule prevención, fiscalización, respuesta y rendición de cuentas con base en estándares internacionales.
Por ello, no se parte de cero. Lo que hace falta no es comenzar de nuevo, sino consolidar, escalar y transformar lo que ya se ha construido. Con una ley robusta, un sistema interoperable de inspección técnica, una red integrada de respuesta sanitaria, un protocolo de triage obligatorio y una cultura ciudadana basada en el derecho a la seguridad, República Dominicana puede convertirse en referente regional. Todo esto es posible. Pero requiere decisión política sostenida, ética pública activa y una ciudadanía que no tolere más muertes evitables. No basta con lamentos ni condolencias oficiales. Lo que se necesita es una acción transformadora. La República Dominicana debe ser capaz de mirar esta tragedia a los ojos y decir “nunca más” con acciones, no solo con discursos.
Esta es una oportunidad para hacer de la muerte injusta una razón de cambio. Para que el dolor no se disuelva en el olvido. Para que los nombres de las víctimas no sean cifras en un informe, sino razones para reconstruir nuestra institucionalidad. Para que nunca más lo evitable se convierta en inevitable.
Compartir esta nota