El cine se construyó, en sus primeros 100 años, sobre el principio de la escasez. Cada metro de película fotográfica era un recurso precioso y costoso. Un director tenía que ser, ante todo, un planificador meticuloso. Cada toma, cada movimiento de cámara, cada gesto del actor, tenía que ser justificado de antemano. El guion gráfico (storyboard) no era un simple boceto; era la biblia de la producción, porque la improvisación en el set significaba dinero y tiempo perdidos. Un director como Alfred Hitchcock, por ejemplo, podía llegar al set sabiendo que cada plano ya estaba perfectamente concebido y que la edición sería un simple proceso de ensamblaje. Este rigor técnico y artístico era una respuesta directa a una limitación material. La necesidad obligaba a la creatividad.
La llegada de los discos duros y las tarjetas de memoria cambió las reglas del juego de manera fundamental. El costo de "rodar" se volvió insignificante. Un cineasta hoy puede filmar horas y horas de metraje sin la menor preocupación por el desperdicio. Y lo que es más, la visualización instantánea en el monitor permite una falsa sensación de control, una seguridad de que "algo bueno saldrá de esto". Este exceso de material ha transformado la filosofía de la filmación. La precisión ha sido reemplazada por la profusión. En lugar de esculpir una película con tomas intencionales, muchos directores ahora simplemente recogen "cobertura" desde múltiples ángulos, dejando que la verdadera narración visual sea encontrada —o impuesta— en la sala de edición. Esta mentalidad de "disparen y arreglen en post-producción" ha borrado el paso crucial de la planificación, un paso que antes distinguía a los maestros del oficio.
Lo he dicho antes, el actor de redujo a un "rostro que dice diálogos". Cuando el plano medio y el primer plano se convierten en la norma, se pierde la importancia del cuerpo en el espacio. El arte la puesta en escenas, esa coreografía sutil que posiciona a los actores en el cuadro para expresar relaciones de poder, emoción o aislamiento, se convierte en una reliquia del pasado. Piensen en la complejidad de una escena de una película de Orson Welles o Stanley Kubrick, donde la distancia entre los personajes y su relación con el entorno son tan elocuentes como cualquier línea de diálogo.
En el cine actual, gran parte de esta riqueza visual se ha sacrificado en aras de la eficiencia. Los planos medios y los primeros planos son mucho más fáciles de unir en la edición. Si dos actores están en un mismo plano general, sus movimientos y expresiones deben ser perfectamente coordinados; un error en el bloqueo puede arruinar la toma. Pero si se filma a cada actor en un primer plano individual, cualquier discrepancia se puede ocultar en la sala de edición. Esto empobrece la interpretación. El actor ya no es un cuerpo en el espacio, sino una serie de gestos faciales, un rostro que se ilumina con la emoción. La actuación se concentra casi por completo de cuello para arriba, un síntoma visual de un problema mucho más profundo en la dirección.
El problema surge cuando esta elección es emulada por legiones de jóvenes directores que ven en estos cineastas a sus ídolos. Creen que el éxito radica en una filmación frenética y una edición rápida, en lugar de en una planificación meticulosa. Esto crea un ciclo de imitación que se perpetúa. El joven aspirante, sin el presupuesto o el tiempo de un estudio de Hollywood, se refugia en los planos medios y el plano/contraplano, creyendo que está haciendo cine "moderno", sin darse cuenta de que ha perdido la base del lenguaje visual. El arte del mise-en-scène y el blocking se convierten en conocimientos arcanos, reservados solo para los "maestros" que se atreven a romper con la norma.
Hoy en día, el diálogo ha absorbido gran parte de la responsabilidad de la narración, relegando a la cámara a un papel de mero grabador. Nos sentamos en el cine y "escuchamos" la película, en lugar de "verla". Esta dependencia del diálogo es el otro lado de la moneda de la transición digital. Los cineastas se han vuelto perezosos, confiando en las palabras para hacer el trabajo que una toma bien compuesta o un gesto sutil solía lograr.
El problema no se limita a un estudio o a una plataforma de streaming. Es una tendencia que afecta a casi todos los niveles de la producción, desde las superproducciones de Marvel que priorizan el point-and-shoot para la edición de efectos visuales, hasta las películas "independientes" que, con la excusa del realismo, se refugian en los primeros planos por comodidad. La tecnología digital ha democratizado la creación, lo cual es innegablemente bueno, pero también ha llevado a una nivelación a la baja en términos de rigor artístico. La herramienta se ha vuelto tan fácil de usar que se ha perdido el respeto por el oficio.
El verdadero desafío para el futuro del cine no es tecnológico, sino filosófico. ¿Podemos, como cineastas y espectadores, reconectarnos con el poder de la imagen? ¿Podemos aprender a ver y a contar historias visualmente de nuevo? El cine digital nos ofrece un lienzo ilimitado, pero es responsabilidad de los creadores usarlo con la misma intención, el mismo arte y la misma disciplina que los cineastas del pasado, quienes, con una escasez de recursos, nos enseñaron a soñar con imágenes.
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