Hablar del proceso educativo de nuestros estudiantes es hablar de un trabajo en conjunto. No se trata de una responsabilidad exclusiva del maestro o la maestra. Es una labor que requiere del compromiso de la familia, del apoyo de la sociedad y de la voluntad real de nuestras autoridades. Sin embargo, cada vez más se pretende depositar todo el peso en el docente, como si fuera una especie de salvador educativo, obligado a cargar con la mochila del sistema, de la familia y de la comunidad entera.
Es lamentable ver cómo, en muchas ocasiones, el sistema educativo confía más en la palabra de un padre o una madre que, irónicamente, nunca se presenta al centro cuando se le convoca por alguna situación con su hijo o hija. Se otorga más credibilidad al testimonio de quien no ha asistido a una sola reunión escolar en todo el año, que a la voz del maestro o maestra que convive a diario con el estudiante, que conoce sus comportamientos, sus debilidades, sus progresos. ¿Cómo se puede construir una educación de calidad si se desautoriza constantemente a quienes están en primera fila?
Hoy se critica mucho la “Educación tradicional”, como si hubiera sido el peor error de la humanidad. Se desacredita sin reconocer que, aunque ciertamente tenía aspectos que debían mejorar, también ofrecía elementos valiosos que hoy se han perdido. El maestro y la maestra eran respetados. No solo por los estudiantes, sino también por sus padres y por la sociedad en general. Su palabra tenía peso. Su figura representaba autoridad, guía y respeto. Hoy, en cambio, cualquier padre o madre se siente con el derecho de agredir verbal —y en muchos casos físicamente— a un docente porque su hijo o hija no obtuvo el resultado esperado, sin detenerse a reflexionar sobre su propio nivel de compromiso con ese proceso. Y esto solo para mencionar los padres, porque hablar de nuestros estudiantes es un tema aparte.
La educación tradicional no fue tan mala como algunos quieren pintarla. Basta con mirar atrás y analizar en qué épocas el país ha formado a sus mejores profesionales, educados en valores. Observemos cómo nosotros tratábamos a los adultos y cómo lo hacen hoy muchos jóvenes.
Actualmente, se han implementado diversos programas, proyectos y metodologías para mejorar la educación. Todo suena bien en el papel. Pero rara vez se da el tiempo necesario para su adecuada ejecución. Los maestros viven corriendo, no para garantizar una educación significativa, sino para enviar “evidencias” de que realizaron la actividad, porque una vez terminada una, ya hay otra esperando. Y si no se logró el objetivo, no importa. Lo importante es que haya una foto, un video o una rúbrica que justifique que “se hizo”. ¿Eso es calidad educativa? Queremos copiar modelos de otros sistemas educativos más avanzados, cuando República Dominicana aún está en pañales en su desarrollo educativo y cultural.
Otro factor que no ayuda, es vivir en una sociedad que critica desde la distancia. Que opina sin conocer la realidad de lo que sucede dentro de las aulas. Si José dice que los maestros no trabajan, entonces se asume que es cierto, solo porque él lo dijo. Se juzga al docente sin haber pisado nunca un salón de clases. Se exigen resultados sin preguntarse qué condiciones se están brindando a los docentes para lograrlos. Y lo más triste es que muchas de nuestras autoridades parecen haber olvidado que también fueron maestros y maestras, que también vivieron estas mismas situaciones.
Si realmente queremos mejorar la educación, debemos entender que no se trata de presionar al maestro/maestra ni de tenerlo contra la pared. Se trata de colaborar, de trabajar en equipo: familia, escuela y sociedad. Y para que eso sea posible, se le debe permitir al docente ejercer su autoridad en las decisiones pedagógicas, siempre y cuando estas no afecten física ni psicológicamente al estudiante. Porque sí, también hay límites. Pero la autoridad educativa no puede ser anulada.
Al mismo tiempo, es urgente establecer un régimen de conciencia para esos padres y madres que no se involucran en el proceso educativo de sus hijos, pero que son los primeros en atacar al docente cuando no ven los resultados esperados.
El sistema debe entender que los maestros y maestras no son muchachos. Son adultos, profesionales formados, que merecen respeto. Si realmente aspiramos a una mejor educación, empecemos por dignificar el rol de quienes la hacen posible todos los días en las aulas.
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