De ninguna manera haré un esfuerzo extra-memorial para refrescar la identidad de aquel ciudadano nativo de uno de esos grandes países hegemónicos que tuvo la desfachatez de sugerir, y hará de esto cerca de seis décadas, que todos los envejecientes que doblaran la curvita de los sesenta años fueran aniquilados en virtud de que ya resultaban inútiles para los fines de la revolución con la que se pretendía eliminar la desigualdad social y la implantación de una sociedad utópica, de imposible materialización, naturalmente. ¡Fatídica indignidad para un corazón deshumanizado que ignoraba que el otoño también cultiva girasoles que impregnan de belleza los jardines!
Tal vez por ese breve acontecimiento que asedió irremediablemente la sensibilidad de mi infancia me siento hoy resuelto a manifestar compasión por quienes envejecemos, y además, a propósito de la gran perplejidad que me genera la tónica del debate político actual por la presidencia de Estados Unidos, donde se percibe la trascendencia de la esencia postergada a un último lugar, superada por la insidia y desdén virulento en contra de los años, como si quisiera lanzarse al zafacón el contenido del artículo 27 de la “Convención Interamericana sobre La Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores” cuyo texto previene que “La persona mayor tiene derecho a la participación en la vida política y pública en igualdad de condiciones con los demás y a no ser discriminados por motivo de edad”. Tiene derecho a votar libremente y ser elegido, debiendo el Estado facilitar las condiciones y los medios para ejercer esos derechos.
Empujar la vejez al ostracismo mediante el menosprecio de sus capacidades, es un gesto que se torna irreverente frente a los aportes de la madurez a la construcción de una sociedad que, hoy, inexplicablemente, procura cerrar los ojos, y así ignorar que los envejecientes también son útiles para el desarrollo, y que por sus conocimientos y experiencia han de ser piezas importantes en la cadena de producción y en las perspectivas visionarias de la conducción de los asuntos estatales; es inaceptable que tal realidad pudiera tener vigencia en el contexto histórico en que vivimos cuando se ha propugnado tanto por la prevalencia de la igualdad de derechos entre los seres humanos y la proscripción de cualquier asomo discriminatorio por la razón que sea.
A sus 88 años, el papa Francisco continúa pastoreando a más de 1390 millones de almas diseminadas en toda la geografía universal, con una trayectoria liderar que no se ha visto opacada por los resquicios de la limitación motora, sus reflexiones ahora tardan un poco más para ser externadas, pero son el resultado de una mayor madurez en el procesamiento cognitivo de la realidad que se traduce en la consecución de objetivos más propiciadores para la sana convivencia. La reina Isabel II, soberana del Reino Unido, murió a los 96 años, y solo la muerte la apartó del cumplimiento eficaz de sus deberes políticos y monárquicos y de los aplausos de la gente que la veneraba. Del presidente dominicano Joaquín Balaguer se sabe que en el ejercicio de su último mandato presidencial cumplió los 90 años, sitiado por una ceguera absoluta, no obstante, esto no le impidió el ejercicio de una presidencia cualitativamente más valorada que aquellos aciagos doce años, 1966-78, en que le tocó dirigir los destinos del país.
Lo penosamente reprochable es que la batalla por la Presidencia de Estados Unidos hoy cimente sus más preciados destellos en la descalificación de los candidatos por motivo de la edad, y se obvie la discusión del contenido de sus propuestas, pues a resumida cuenta, uno más rápido y el otro más lerdo, ambos están dotados de lucidez y ninguno representa un peligro para el sistema democrático norteamericano, sobre todo, porque las grandes decisiones que toma el país más poderoso del mundo no parten de la cabeza de un hombre, sino de un equipo de dirección política con estrategia históricamente muy compactada, que persigue objetivos trazados con gran razonabilidad.