Afirma Max Horkheimer que “quien no quiera hablar del capitalismo, también debería callar sobre el fascismo”. Por eso, entender el caos creado por el gobierno neopopulista autoritario de Donald Trump obliga a abordar dos tesis claves sobre el capitalismo. La primera es de Naomi Klein y fue expuesta en su obra La doctrina del shock. Según Klein, el impacto devastador de golpes de estado, guerras, atentados terroristas y desastres naturales (Chile de Pinochet, 11 de septiembre, tsunami de Indonesia, etc.) fue aprovechado para implementar impopulares reformas de liberalización de los mercados.
La segunda es la del “capitalismo de amiguetes” (“crony capitalism”), que describe una situación en la que las empresas se benefician de una relación cercana con el poder estatal, en medio de un entorno regulatorio anticompetitivo, favoritismo gubernamental y corrupción, concretado en permisos, subvenciones gubernamentales, exenciones fiscales y concesiones y en donde las empresas prosperan gracias a la colusión de empresarios y políticos.
El signo distintivo del trumpismo es que el desastre que propicia no es natural ni fortuito sino deliberadamente creado para, no tanto de liberalizar los mercados, sino establecer un capitalismo de compinches.
Esto lo comprobamos tan solo examinando la guerra arancelaria desatada por Trump. Esta guerra -que fomenta la inflación, la quiebra de empresas, el desempleo y la fuga de capitales- ha sido posible gracias a que Trump ha exacerbado el autoritarismo latente en el viejo sistema de “presidencia imperial” y le ha permitido, con la irresponsable complicidad de los legisladores republicanos, gobernar mediante órdenes ejecutivas, desconociendo descaradamente decisiones judiciales, negando acceso de periodistas a la Casa Blanca, atacando a universidades y ONGs, atentando contra la autonomía de los órganos reguladores y extorsionando a los abogados que no se plieguen a sus ukases.
Trump usa medalaganariamente los aranceles, estableciéndolos, reduciéndolos o suspendiéndolos, lo que fomenta adrede la inseguridad jurídica, en un frankenstiano remedo de la “ambigüedad creativa” de los bancos centrales, “para obligar a empresas e industrias a acudir a la Casa Blanca a pedir ayuda. Presumiblemente, cada empresa o industria se verá obligada a hacer concesiones a cambio de esta ayuda. Durante la pausa, podemos esperar ver a un director ejecutivo tras otro defendiendo la exención de aranceles para sus empresas. Quizás la concesión sea de naturaleza financiera, pero lo más probable es que sea política. Activar y desactivar aranceles y conceder exenciones a aliados políticos no se trata de política comercial. Se trata de controlar a la industria estadounidense” (Chris Murphy).
Decía Umberto Eco que “cada uno de nosotros de vez en cuando es un cretino, un imbécil, un estúpido o un loco. Digamos que la persona normal es la que combina razonablemente todos esos componentes o tipos ideales”.
Las políticas económicas de Trump muestran que se puede ser, a la vez y en grado extremo, estúpido, incompetente y loco. Sin embargo, aparte de que estas políticas se enmarcan en un plan racional de desmonte de las instituciones de la democracia constitucional, desde la óptica estrictamente económica también hay un método en la locura trumpista. Lo dice Dmitry Pozhidaev: Trump no procura destruir el capital, sino redistribuirlo. Los aranceles “simplemente intentan trasladar la carga a los capitales rivales, las economías periféricas o los trabajadores del país mediante la inflación y la precariedad laboral”.
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