El cristianismo, como aporte singular. Algo en lo que no puede ni debe omitirse en medio de las más diversas versiones del amor, ni siquiera en una mirada a vuelo de pluma de la cuestión como la que expuse en el texto anterior (Acento.com del 20.06.2025), tiene que ver con la dimensión religiosa de lo que es el amor y su formación. En particular, dado el peso del mundo judeocristiano en la constitución de la civilización occidental.

La visión cristiana, en la medida que dependa de las Escrituras, la tradición y el magisterio eclesial, tiene su cima con Juan el evangelista (siglo I, fallece entre 98 y 117 d.C.) cuando este invierte los términos de la ecuación. En lo sucesivo, la medida del amor es Dios porque “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”, según consta en la primera de sus cartas. Es por eso que, en Él, cada uno tiene la posibilidad no solo de asemejarse a Dios, sino de develar y actuar según el rosario de atributos que Pablo de Tarso  (entre 5 y 10 – 58 y 67 d.C.) expone en un verdadero himno al amor a los creyentes que conviven en “la iglesia de Dios que está en Corinto”: “Si yo… El amor es…”

 ¿Significativo? Sí, pues el amor no solo es una respuesta instintiva a estímulos neurológicos o deseos pasionales. Él es una realidad esencialmente personal per se, tal y como lo es el Ser Absoluto de la fe y de la subsecuente tradición judeocristiana. Adicionalmente, en su dimensión de ágape, pasa a ser virtud y valor supremo que rescata al egoísmo individual de su reclusión en sí mismo, gracias a la ordenanza según la cual hay que amar al prójimo como a uno mismo. Este uno es la medida, en Él, del amor infinito, gracias a una correspondencia o comunión a la que se llega sin por eso tener que pasar por la afrenta dialéctica de negar al otro –en su alteridad– como otro.

De ahí que, a propósito del significado del amor en medio del modernismo mundo postmoderno, haya dos autores que merecen más atención de la que hoy reciben. Ellos son Agustín de Hipona (354-430) y Tomás de Aquino (1225-1274).

Agustín, –sin llegar al Uno impersonal e indefinido de Plotino, lejano antecesor de Spinoza,– afirma con toda libertad de espíritu en sus Homilías sobre la Primera Epístola de San Juan: “Ama y haz lo que quieras”, tras distinguir entre lo que califica “cupiditas” o degradación desordenada del amor, y “caritas”, equivalente al verdadero camino hacia la felicidad. Y, el segundo de los mentados doctores de la Iglesia católica, Tomás, familiarizado en plena Edad Media con los acuciosos asertos aristotélicos, sustenta en su Suma Teológica que “amar es querer el bien del otro”.

Cuatro conclusiones se siguen de todas las versiones conocidas y por conocer relativas al amor y a la acción de amar. Primera, el amor ha sido, es y será una de las experiencias humanas más fundamentales, sentidas, propias y transformadoras del ser humano.  Así como el amor es atractivo, desinteresado y solidario, amar –en tanto que es su manifestación actualizada– significa congraciar y reunir lo quebrantado, disperso y diverso, en la unidad final de un mismo cuerpo social.

En cualquier instancia, segunda, amar y amor no se reducen al hecho de querer. Amar no es querer, por más que las condiciones e intereses de la economía y de los mercados comerciales pretendan confundirnos al respecto, cuando nos incitan a querer de todo y a aspirar a un poco más. Cierto, ambas realidades fluyen como desprendimientos del deseo. Pero el deseo del amor es del orden personal de lo más íntimo, consciente y gratuito que acontece en una o más personas; mientras que el impulso del querer deriva del estímulo ocasionado por lo apetecido, lo anhelado y, por eso mismo, es incapaz de reciprocar –ni siquiera con un suspiro o con el pétalo de una rosa– el amor que ni recibe de un objeto de satisfacción ni tiene en sí.

De ahí la verdad dura y pelada de Jorge Luis Borges (1899-1986). “Es tan triste el amor a las cosas; las cosas no saben que uno existe”. Como ve hasta el invidente, los objetos no saben que uno existe, tampoco aman ni puede amar, pues eso es dominio de un acto consciente y libre de personas invitadas –por una u otra vía– a reciprocar, existencial y conscientemente lo que reciben, pero no solo por instinto o pasión. En un contexto similar, el amor deviene la pasión que da sentido a la vida. Y, por tanto, el valor inefable de “vivir para alguien, no para algo”, que nos hace humanos, frágiles y sobre todo conectados, según Fernando Savater (1947-), ya que el amor convierte la existencia humana en una ofrenda en el altar de la vida.

Tercera conclusión, en la historia del pensamiento humano, Descartes y la interminable fila india que depende de él yerrandesde tiempos de la modernidad y hasta el día de hoy tras haber sentado su punto de partida reflexivo en el Cogito, ergo sum. En medio de un estado de duda cartesiano, ¿quién evidenció o les dejó sentir que pensar, o incluso sentir– es sinónimo de existir?

Si millones y millones de seres humanos sabemos que sentimos, existimos e incluso pensamos, eso no se debe a ningún silogismo cartesiano y tampoco algoritmo inteligente, sino a que antes apreciaron ser acogidos y amados por quienes los miraron y mimaron a cambio de nada. Ese punto de partida, no otro, fue lo que llevó –en oscuros instantes ya lejanos e inconscientes en los arcanos del subconsciente de cada persona individual– a suscitar una y más respuestas de re/conocimiento amoroso. Cada una por sí misma, gracias a la sentida acogida recibida de parte de los otros, en una o más ocasiones, de forma continua y gratuita.

En retrospectiva, el amor es, independiente del tiempo en que sea conjugado, experiencia social de cada uno ante sí mismo y ante los demás.

Y, por consiguiente, cuarta, el amor es como una analogía medieval: une, sin confundir a los que aman, y los diferencia, sin separarlos en medio de todo. Así concebido, consta de una dimensión trascendente, divina, dado que ni siquiera excluye de sí a los que no se aman entre sí, dado que amar –realidad humana que por definición concierne a uno, a todos y al todo que resulta de tantas partes– es más, mucho más que solo dar y recibir amor.

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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