Evitar los extremos es una virtud moral en sí misma; además de una condición para la estabilidad política y social. Tony Judt (Historiador y escritor británico)
El oscuro poder mediático ha extendido sus tentáculos con una precisión inquietante, moviendo las masas a su favor y dejando en cuidados intensivos a la moderación. Así, abre paso a una peligrosa emancipación de ideales extremos. En los últimos años hemos visto avanzar movimientos radicales en todos los ámbitos —político, económico, social y cultural—, un fenómeno sin precedente. Muchos de estos temas vivieron largo tiempo en el anonimato: todos sabían que existían, pero pocos se atrevían a tocarlos, quizá por miedo a despertar pasiones desmedidas. Hoy, ante el desgaste del sistema de partidos, los tradicionales —azules y rojos— han decidido no dejarse morir. Estrechan alianzas con ciertos poderes oscuros para complacer las nuevas olas sociales, aunque eso implique sacrificar sus propios ideales. Al final, el interés parece marcado no por la convicción, sino por el miedo a ser desplazados y la obsesión de subir uno que otro punto en las encuestas.
Estas estrategias han alimentado una polarización absurda, más interesada en ganar adeptos políticos que en construir puntos medios. El populismo en sus distintas versiones, ha sabido capitalizar el enojo colectivo, despertando sin querer queriendo ciertas emociones antagónicas. La narrativa de ‘‘ellos contra nosotros’’ reflejada en las calles, medios y redes, tiene su génesis en varios grupos sociales empoderados por el respaldo que le han otorgado sectores políticos. Entre ellos destacan, en la derecha, el Tea Party, los Proud Boys y la Alt-Right; y en la izquierda, Antifa, los Young Democratic Socialists of America y Black Lives Matter at School.
Entre quienes colocan el capital y la partidocracia que lo asume, podríamos decir que estos nuevos representantes de masas no solo reciben donaciones: también heredan poder para librar sus propias batallas. En este intercambio de intereses, la democracia real comienza a debilitarse, pues deja de emanar del sentir ciudadano para ser moldeada a conveniencia de unos pocos. El debate público, cada vez se contamina más por la influencia económica y mediática, convirtiéndolo en un campo de manipulación emocional. Las fronteras entre información, propaganda e ideología pierden su enfoque a diario. Por eso la pregunta ya no es solo política, sino existencial: ¿hacia dónde nos conduce esta división? ¿Qué será de Estados Unidos, y cómo podría repercutir este deterioro democrático en América Latina?
Sin ánimo de ser fatalista, conviene recordar que la polarización interna fue una de las causas que aceleró la caída del Imperio Romano. Cuando las facciones se enfrentan más entre sí que contra los verdaderos desafíos externos, el declive es inevitable. Hoy, esas mismas tensiones desbordadas desde ambos extremos del espectro político amenazan con conducir a Estados Unidos hacia un anarquismo sin orden, o peor aún, hacia la pérdida de su visión como nación. Estados Unidos posee un proyecto de país que, aunque puede ligeramente variar cada cuatro años, mantiene una línea de continuidad. Pero al incorporar estos extremos ideológicos, se pierde la brújula colectiva, el sentido de dirección y de propósito. De igual forma, este enigmático camino ya comienza a extender su sombra sobre América Latina, una región históricamente propensa a importar no solo modelos económicos, sino también crisis políticas. Por eso, más que preocuparse, conviene prepararse para lidiar con esta nueva radicalidad.
El centro, a mi juicio, se ha convertido en el refugio de quienes prefieren no arriesgar demasiado antes de llegar al poder. Se muestran prudentes, contenidas sus palabras, medido su gesto; pero evidentemente, una vez alcanzada la autoridad, terminan inclinando el timón con sutileza o con fuerza hacia alguno de los lados, algo normal.
Aun así, sigo creyendo que es necesario barrer con los radicalismos hacia dentro, llevarlos al punto más alto de moderación posible y evitar que las fisuras de esta potencia sigan desgarrando a la sociedad. La historia demuestra que las naciones no se derrumban solo por amenazas externas, sino por las divisiones que incuban dentro de sí. En tiempos de fuego cruzado, el verdadero liderazgo no será de quien grite más fuerte, sino de quien tenga la templanza suficiente para apagar las llamas antes de que todo se consuma.
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