Hoy que la nación está afligida por la terrible tragedia del Jet Set recordamos que, para Heidegger, los humanos somos “seres para la muerte”. Con esta frase, el filósofo quería remarcar que, contrario a otros seres vivos, los seres humanos somos conscientes de nuestra propia mortalidad y, por ello, tomamos decisiones en función de nuestra finitud. En otras palabras, como diría Jorge Luis Borges, “la muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”.
Lo cierto es que, a pesar de nuestra conciencia de la indefectibilidad de la muerte, la mayoría de los humanos no la afrontamos con franqueza y, en consecuencia, no nos liberamos de la ansiedad de su indetenible llegada. Nuestra actitud generalmente es, en palabras de Woody Allen, de que “no le temo a la muerte, solo que no me gustaría estar allí cuando suceda”.
Quizás esto explique por qué hoy se despacha rápido a los muertos, se acelera su velatorio, se obstaculiza el duelo y la ceremonia del adiós a nuestros amigos muertos. Y, sin embargo, cuando muere un amigo, como a San Agustín, raro nos parece “que el resto de los mortales siguiera viviendo”. Nos sentimos como el poeta W. H. Auden cuando, ante la muerte del amante, quiere parar los relojes, cortar el teléfono, silenciar los pianos y los tambores, que los policías lleven guantes negros y se apaguen las estrellas y el sol.
Por eso el duelo es inevitable. Como afirma Leon Wieseltier, “cuando una persona muere el mundo cambia, de una vez para siempre, para todos aquellos con quienes, de cerca o de lejos, vivía. El mundo es la gente con quien uno pasa por el mundo”. El que ha amado sabe que el desconsuelo y la pena son necesarios. “No hay nada temporal en el luto: es una visión esencial de una característica esencial de la vida humana”.
Pero no solo la muerte de los amigos nos afecta. En palabras de John Donne, popularizadas por Ernest Hemingway, “ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo. Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.
Cuando alguien muere en un accidente, cuando un niño agoniza en un hospital en los brazos de su madre, cuando se producen cientos de muertes sin sentido, falleciendo irrealizados los sueños de tantos, muchos, desconsolados, gritamos en contra del silencio de Dios, preguntándonos por qué estas muertes han ocurrido. Es el profundo dolor inenarrable e indecible.
Gracias a Dios, en el duelo, el consuelo para los cristianos es saber, como recuerda el papa Francisco, citando al papa Benedicto XVI, que “ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,38-39)”, que “la muerte ha sido transformada en victoria y en esto radica la fe y la esperanza de los cristianos, en la resurrección de Cristo”. ¡Que en la paz del santo seno del Señor descansen los fallecidos en el Jet Set y que Dios conforte a sus familiares y amigos!
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