La verdad, habría que reconocer, constituye el ser ahí, en desarrollo, con múltiples relaciones y propiedades, que, legitimada en la lógica intrínseca de su ser en sí, permanece oculta en la sombra de lo desconocido. Su esencia, finita en su propia infinitud, es de naturaleza resbaladiza. Con frecuencia, se escurre por los resquicios sombríos de lo indeterminado. En ese tránsito, como es natural, sufre ligeras variaciones que no cambian en nada su identidad originaria. Su esencia depende de sí y conserva la totalidad de sentido aún en medio de circunstancias escabrosas y difusas.

La verdad, aunque fuese escurridiza, únicamente podría ser conocida en algunas de sus partes. Todas sus propiedades y aspectos no pueden ser aprehendidos por la razón ni el entendimiento. Su lógica interior se revela en el sí de su para sí, desplegado en la determinación mediatizada por la singularidad de su esencia, renovada y enriquecida en la negación reafirmada de su infinito de venir, cada vez otro en las transformaciones particulares de su mismo ser.

Esa complejidad del ser ahí de la verdad, complica su descubrimiento y cognoscibilidad total. De ahí que se presente como algo problemático en el abismo de lo desconocidos. Esa, probablemente, sería la razón por la cual tenemos una visión fragmentada de la verdad. Por eso, posiblemente, en la obra ´Grian´ se puede leer:

“La verdad es como un vasto océano, que no se puede alcanzar con la vista desde una sola de sus costas. Cada mirada sobre ese mar es verdadera y contiene en sí la esencia de la verdad; pero no deja de ser sólo una mirada parcial y limitada, incapaz de abarcar todas sus olas y mareas, incapaz de contemplar todos sus horizontes, incapaz de comprender la esencia pura del amplio océano”.

Esa explicación de un rey sabio a su querido hijo (con el título nobiliario de príncipe), es, a todas luces, certera. Tal vez por falta de experiencia, el joven tenía la absurda creencia de que cada cual tiene su propia verdad. Por suerte, la explicación de su padre lo convenció de que la verdad no es de ningún particular y puede ser conocida en parte.

La verdad, no es invención del pensar: está ahí, en este aquí y ahora. Como tal, es ser que trasciende los límites de la pura racionalidad, ofuscada por múltiples dudas e incertidumbres.

Eso, desde luego, dificultaría el conocimiento pleno de la verdad. No obstante, Francis Bacón la considera cognoscible:

“Ni hay ni pueden haber más que dos vías para la investigación y descubrimiento de la verdad: una, que partiendo de la experiencia y de los hechos, se remonta en seguida a los principio más generales, y en virtud de esos principios que adquieren una autoridad incontestable, juzga y establece las leyes secundarias (cuya vía es la que ahora se sigue), y otra, que de la experiencia y de los hechos deduce las leyes, elevándose  progresivamente y sin sacudidas hasta los principios más generales que  alcanza en últimos términos. Ésta es la verdadera vía; pero jamás, se ha puesto en práctica”.

Esa última vía, según Bacón, es la más correcta, porque tiene su razón de ser en el procedimiento metodológico inductivo, que, en la dinámica de su funcionamiento, va de lo particular a lo general. Bacón lo concibió como el más idóneo para determinar el porqué de los hechos, sus relaciones, principios y leyes que lo regulan. Lo defendió con extrema pasión y lo contrapuso, radicalmente, al método deductivo. Sin embargo, no percibió la relación que existe entre uno y otro. Aunque ambos métodos tienen marcadas diferencias, se complementan entre sí. La aplicación de uno, demanda la del otro.

Todo proceso de investigación, deviene posible porque está implicado en los rejuegos mancomunados de esos métodos, los cuales, por separados, serían deficientes. Bacón no vio esto con claridad. No obstante, contribuyó al perfeccionamiento y mejor uso del método inductivo. Eso, de por sí, constituye un valioso aporte al campo de las ciencias.

Aunque no pudiese sortear dudas e incertidumbres, dicho método, más que poco, es de gran utilidad para descubrir la verdad y facilitar el buen pensar del pensamiento.

El pensar, desde la mismidad del ser y no ser, procura el encuentro no constreñido con el ser ahí de la verdad. La representa como realidad actualizada en su simple y pura intelección dual, modalizada en la formalidad de su “yo” conceptual y sustancializado.

Esa relación entre el ser ahí de la verdad y el pensar es lo que, al parecer, mueve a Xavier Zubiri a decir:

“(…) la verdad es siempre y sólo actualización intelectiva de lo real. Los dos modos de verdad, la verdad simple y la verdad dual, tienen ante todo la unidad que les confiere el ser verdad, esto es, el ser actualización intelectiva de lo real en cuanto intelectiva”.

Mario Bunge, escritor prolífico y gran pensador neopositivista, elaboró un concepto sobre la verdad diferente al de Zubiri:

“(…) quienquiera que diga de buena fe que la verdad es un espejismo cree que esta proposición es verdadera, con lo que se contradice. En resumen, la noción de verdad es indispensable en todas las áreas de la vida, hasta en la vida subhumana. De ahí que tanto la negación de la posibilidad de la verdad –es decir, el escepticismo radical– como la aseveración de que toda verdad es una mera convención son, en el mejor de los casos, juegos académicos y en el peor, invitaciones a vivir de mitos”.

De esa manera, Bunge defiende, sin resquemor, la cognición de la verdad y su importancia en la convivencia social y comunicacional. Criticó a los escépticos radicales (porque negaron la verdad), rechazó enérgicamente los pensadores que, sin razón alguna, sostienen que la verdad no es real, sino convencional.

Bunge, no sin dejar de ser prudente, también cuestionó duramente las suposiciones y datos idealizados, ya que no pueden ser verificados ni demostrados. Mejor creyó en los datos positivos.

En esencia, los conceptos anteriores sobre la verdad tienen, como se habrá notado, su propia significación, diferente de lo que es en sí la posverdad, la cual, con su sombra, como bien se sabe, distorsiona datos, opiniones e informaciones.

Mediante estratégicas simulaciones, la posverdad oculta hechos y proyecta, sin debida transparencia, imágenes falseadas de ellos. De ahí que sea profundamente negativa, absurda e irracional.

La posverdad, bien se dirá, pretende cambiar sentimientos y percepciones sobre determinada realidad. Por tanto, habría que dudarla, con reposada calma y espíritu crítico, para desnudar sus perniciosos y sutiles engaños.

María Jesús Vázquez Lobeiras, sin pensarlo siquiera una vez, interpreta con espíritu crítico la posverdad y su mala intencionalidad:

“(…) la posverdad no constituye una verdad sobre hechos, ni pretende serlo, pero sí sobre emociones. Tiene lugar cuando se lanzan a las redes sociales imágenes o enunciados que pretenden causar directamente un impacto emocional: multiplicar la indignación o el dolor que está sufriendo el testigo involuntario de un acontecimiento desgraciado captado con la cámara del teléfono móvil, apelar a la solidaridad, etc. A través de ese fuerte impacto emocional se quiere transmitir una determinada interpretación de los hechos, dirigida generalmente a mover las voluntades, sin que medie la comprobación, el análisis o la reflexión. Las redes sociales hacen posible este efecto de repercusión y ampliación de las emociones. Pero la posverdad ha ido más allá, llegando a condicionar la vida política. En este caso también encierra un tipo de verdad relevante acerca de ciertos estados de ánimo generalizados en un determinado momento, que van desde el escepticismo en relación con las reglas de juego que han guiado las democracias más avanzadas, o que expresan directamente la indignación y el rechazo”.

De ahí que sea esencial no solo dudar la posverdad, sino cuestionarla y rechazarla con el propósito de aprehender la verdad auténtica. Esa y no otra, habría de ser la mejor actitud para descubrir la verdad, sin extraviarnos en los oscuros y complejos senderos de las confusiones y la incertidumbre lóbrega de un porvenir sombrío y horripilante, que, en vez de tranquilidad, produciría temor, temblor y desasosiego en la conciencia de los sujetos pensantes, lo cual, ciertamente, habría de ser trágico y sumamente lamentable.