El desarrollo industrial, que comenzó en Inglaterra en el siglo XVIII y que al cabo de poco más de dos siglos se ha extendido por todo el globo terráqueo, ha mejorado muchos aspectos de la vida de los pueblos, pero a su vez condujo a formas de explotación absolutamente inhumanas de millones y millones de seres humanos y alteró negativamente la biosfera y el sistema climático del planeta. El desarrollo de la tecnología aplicada a la producción, el transporte y la maquinaria de guerra se apoyó en combustibles fósiles que alteraron profundamente la composición de la atmósfera terrestre y aportaron mayor calor del que podían gestionar los ecosistemas.
Todos esos procesos han estimulado la investigación científica a gran escala y, fruto de sus resultados, hoy utilizamos el concepto de cambio climático, específicamente el mayor generado por la especie humana, ya que en la evolución del planeta Tierra, en sus 4 mil millones de existencia, ha experimentado cambios dramáticos, incluidos los climáticos. Según los que saben del tema, porque han investigado científicamente sobre el proceso climático, aunque mañana detuviéramos la emisión de gases de efecto invernadero, el deterioro continuaría por décadas y la recuperación, siglos. Así de grave es el problema.
En el Caribe insular los efectos son muy serios. Afecta a los cultivos, al turismo de playa, incrementa la vulnerabilidad de familias y comunidades por la erosión de los suelos y la crecida de ríos y cañadas, y por supuesto las grandes tormentas que nos azotan cada año. En las grandes ciudades, tormentas como Melissa —ya convertida en huracán— y el famoso torrencial de lluvia de noviembre del año pasado nos revelan que hemos construido casas y edificios a lo bruto, sin desagües efectivos. Que el malecón de Santo Domingo se inunde es una muestra de la estupidez y corrupción de políticos, constructores e ingenieros.
En los años 30 del siglo pasado, Juan Bosch escribió un cuento magistral, para algunos antecesor del realismo mágico, y es Dos pesos de agua. Fruto de una prolongada sequía, la vieja Remigia implora a las ánimas, con ruegos y encendiendo velas, gastando una fortuna, precisamente dos pesos, hasta que las ánimas del purgatorio se dan cuenta meses después de su descuido y lanzan sobre el paraje de Paso Hondo, donde vivía Remigia, dos pesos de agua, literalmente un diluvio.
Una enseñanza de dicho cuento para el presente es que el clima no es cuestión de ánimas, ni de dioses, ni de mala suerte. La ciencia nos ayuda a entender que el clima está cambiando radicalmente por la enorme cantidad de gases de efecto invernadero que hemos lanzado a la atmósfera y que está modificando radicalmente el clima. A partir de ahora hay que modificar sustancialmente la forma en que construimos espacios urbanos, ser más rigurosos en negar permisos para construir en cauces hidrológicos, replantearnos cultivos, rediseñar las infraestructuras de comunicación (carreteras y puentes) y la ubicación de todas las estructuras educativas, hospitalarias y productivas.
Tormentas como Melissa volverán una y otra vez. Cada año tenemos un umbral de 6 meses de riesgo para que lleguen tormentas y huracanes. No es algo que “puede ocurrir” alguna vez, sino que cada año estamos en riesgo de padecer el impacto de esos fenómenos climáticos. Los tontos que niegan el cambio climático, igual que consideran que la tierra es plana o que las vacunas son nocivas, no deben tener espacio en el diálogo sobre la manera en que debemos afrontar esa nueva realidad. Insensatos seríamos si lo único que hacemos cada año es podar árboles y limpiar desagües en las ciudades. Hay que cambiar radicalmente la manera en que planificamos la presencia humana en el territorio, las construcciones, las vías de comunicación y los espacios educativos y de salud.
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