Inicio este artículo señalando que Pericles gobernó Atenas en un contexto en que esta ciudad-estado superaba a las otras ciudades y regiones de la Grecia antigua.

En ese contexto, las inmarcesibles ejecutorias de Pericles aumentaron claramente la primacía de Atenas sobre las otras ciudades de la Antigua Grecia. Sus múltiples logros, democráticos, culturales y materiales, convirtieron a Pericles en un gobernante epónimo, cuyas actuaciones determinaron que sus contemporáneos y las generaciones que lo sucedieron le rindieran un reconocimiento encomiástico de una categoría históricamente inigualable, consagrando su etapa gubernativa de solo 40 años como El Siglo de Pericles.

Por tal razón, su discurso fúnebre pronunciado en ocasión de la celebración de las exequias rendidas, honrando a los atenienses que perdieron la vida durante el primer año de la guerra contra Esparta, cobrará reconocimiento trascendental. Lo que sí se da por cierto es que este discurso fue transcrito por Tucídides en su obra La Guerra del Peloponeso, de cuya primera parte cito lo siguiente: “La mayor parte de quienes en el pasado han hecho uso de la palabra en esta tribuna han tenido por costumbre elogiar a aquel que introdujo este discurso en el rito tradicional, pues pensaban que su proferimiento con ocasión del entierro de los caídos en combate era algo hermoso. A mí, en cambio, me habría parecido suficiente que quienes con obras probaron su valor, también con obras recibieran su homenaje —como este que veis dispuesto para ellos y sus exequias por el Estado— y no aventurar en un solo individuo, que tanto puede ser un buen orador como no serlo, la fe en los méritos de muchos.

La esperanza fue su guía, pero la fuerza propia fue su sostén en el desafío inmediato.

Es difícil, en efecto, hablar adecuadamente sobre un asunto respecto del cual no es segura la apreciación de la verdad, ya que quien escucha, si está bien informado acerca del homenajeado y favorablemente dispuesto hacia él, es muy posible que encuentre que lo que se dice está por debajo de lo que él desea y de lo que él conoce; y si, por el contrario, está mal informado, lo más probable es que, por envidia, cuando oiga hablar de algo que esté por encima de sus propias posibilidades, piense que se está cayendo en una exageración. Porque los elogios que se formulan a los demás se toleran solo en tanto quien los oye se considera a sí mismo capaz, también, en alguna medida, de realizar los actos elogiados; cuando, en cambio, los que escuchan comienzan a sentir envidia de las excelencias de que está siendo alabado, al punto prende en ellos también la incredulidad. Pero, puesto que a los antiguos les pareció que sí estaba bien, debo ahora yo, siguiendo la costumbre establecida, intentar ganarme la voluntad y la aprobación de cada uno de vosotros, tanto como me sea posible”.

“La mayor parte de este elogio ya está hecha, pues las excelencias por las que he celebrado a nuestra ciudad no son sino fruto del valor de estos hombres y de otros que se les asemejan en virtud. No de muchos griegos podría afirmarse, como sí en el caso de estos, que su fama está en conformidad con sus obras. Su muerte, en mi opinión, ya fuera ella el primer testimonio de su valentía, ya su confirmación postrera, demuestra un coraje genuinamente varonil. Aun aquellos que puedan haber obrado mal en su vida pasada, es justo que sean recordados ante todo por el valor que mostraron combatiendo por su patria, pues al anular lo malo con lo bueno, resultaron más beneficiosos por su servicio público que perjudiciales por su conducta privada.

A ninguno de estos hombres lo ablandó el deseo de seguir gozando de su riqueza; a ninguno lo hizo aplazar el peligro la posibilidad de huir de su pobreza y enriquecerse algún día. Tuvieron por más deseable vengarse de sus enemigos, al tiempo que les pareció que ese era el más hermoso de los riesgos. Optaron por correrlo y, sin renunciar a sus deseos y expectativas más personales, las condicionaron, sí, al éxito de su venganza. Encomendaron a la esperanza lo incierto de su victoria final, y, en cuanto al desafío inmediato que tenían por delante, se confiaron a sus propias fuerzas.

Eulogio Santaella

Ingeniero

Ingeniero. Fue administrador del Consejo Estatal del Azúcar y embajador en Washington. Profesor universitario. Empresario.

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