La suspensión de la Cumbre de las Américas prevista para 2025 en Punta Cana reabre una pregunta incómoda para la región: ¿qué ocurre cuando la diplomacia tradicional, atravesada por tensiones ideológicas y geopolíticas, pierde capacidad de articulación? La reciente cancelación, motivada por el retiro de México y Colombia como protesta a la exclusión de Cuba, Nicaragua y Venezuela, revela el agotamiento temporal de los mecanismos diplomáticos convencionales. Sin embargo, este vacío abre espacio para una herramienta poco comprendida pero cada vez más relevante: la diplomacia científica.

La diplomacia científica puede definirse como el uso estratégico del conocimiento, los expertos y las instituciones científicas para apoyar objetivos de política exterior, resolver conflictos, construir confianza y promover el desarrollo. Opera en tres dimensiones: ciencia para la diplomacia (el conocimiento como puente entre países), diplomacia para la ciencia (acuerdos que habilitan la cooperación científica) y ciencia en la diplomacia (evidencia científica para la toma de decisiones internacionales). En un hemisferio fragmentado, esta modalidad de cooperación ofrece un terreno de entendimiento que no depende de ideologías, sino de problemas compartidos y pruebas verificables.

Su historia demuestra esta capacidad para sostener el diálogo incluso en tiempos turbulentos. El Tratado Antártico de 1959 es un ejemplo fundacional: estableció al continente blanco como espacio de paz y cooperación científica en plena Guerra Fría. Décadas después, la carrera espacial (aparente símbolo de rivalidad geopolítica) incorporó principios de neutralidad científica que permitieron, incluso entre adversarios, intercambios de información, misiones conjuntas y acuerdos sobre el uso pacífico del espacio exterior. Pero quizá el ejemplo más contundente sea el Protocolo de Montreal (1987), que movilizó a la comunidad internacional para proteger la capa de ozono, convirtiéndose en el acuerdo ambiental más exitoso de la historia. En todos estos casos, la ciencia permitió construir consensos donde la política enfrentaba límites.

Esa experiencia adquiere nuevo valor ante la dinámica hemisférica actual. Las tensiones entre gobiernos, la polarización ideológica y la crisis climática erosionan la capacidad de concertación. Y, sin embargo, los desafíos (desde el cambio climático hasta la transición energética y la revolución digital) son esencialmente técnicos, científicos y globales.

La región ya ha vivido un momento parecido. Entre 2008 y 2009, cuando tuvimos el honor de servir como Vicepresidente de la Comisión Interamericana de Ciencia y Tecnología de la OEA, el clima político era igualmente tenso: Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Lula da Silva en Brasil y el final de la era Bush en la Casa Blanca. Las diferencias eran profundas y se expresaban abiertamente en los foros hemisféricos. Sin embargo, en ese ambiente crispado, la Declaración de Jefes de Estado de la Cumbre de las Américas de Puerto España (2009) adoptó un lenguaje extraordinariamente alineado con la diplomacia científica: se afirmó que la ciencia, la tecnología y la innovación serían pilares del desarrollo, la inclusión y la competitividad regional. Ese consenso no surgió de la política, sino del reconocimiento de que los desafíos comunes requerían conocimiento, cooperación técnica y evidencia.

Quince años después, la Declaración LALICS de Santo Domingo (2024) retoma ese espíritu en un momento de incertidumbre continental. Reunidos en la capital dominicana, académicos y especialistas de América Latina y el Caribe subrayaron que la región enfrenta desigualdades persistentes, vulnerabilidades climáticas crecientes y transformaciones tecnológicas profundas. El diálogo que tuvimos el honor de presidir sobre el papel de la ciencia y la tecnología en la doble transición (la verde y la digital) tuvo como sede el Instituto de Educación Superior en Formación Diplomática y Consular (INESDyC). Allí se llamó a construir un nuevo contrato social que conecte política y CTI para el desarrollo, fortalecer la institucionalidad científica y promover políticas abiertas, co-creativas y reflexivas. Y, de manera crucial, se afirmó que la integración regional apoyada por la diplomacia científica es un requisito esencial para una nueva agenda. En una región con sistemas científicos diversos pero complementarios, la diplomacia científica es un mecanismo político para reconstruir confianza.

La primera semana de este mes de noviembre lo confirmó una vez más: al participar como expositor en un programa de formación sobre diplomacia científica para el Gobierno de El Salvador, con sede en el Sistema de Integración Centroamericana (SICA), quedó evidente el papel que puede desempeñar el diálogo científico entre pueblos y Estados cuando los canales de la diplomacia convencional se saturan por tensiones políticas.

Mirado desde esa perspectiva, la suspensión de la Cumbre de 2025 no es solo un tropiezo diplomático: es una señal de que la arquitectura hemisférica necesita nuevas herramientas para enfrentar desafíos que no esperan consensos políticos perfectos. El Caribe vive impactos climáticos sin precedentes; América Latina avanza a distintas velocidades en digitalización e innovación; los sistemas productivos enfrentan presiones ambientales y tecnológicas difíciles de gestionar en soledad.

Si la ciencia permitió cooperación en la Antártida en 1959, evitó el colapso ambiental en 1987 y facilitó intercambios durante la Guerra Fría, ¿por qué no podría contribuir hoy a recomponer el diálogo continental? La región ya cuenta con instituciones, redes científicas y capacidades dispersas pero valiosas. Falta convertirlas en arquitectura diplomática. La próxima Cumbre de las Américas, reprogramada tentativamente para 2026, ofrece una oportunidad: incorporar una agenda hemisférica de diplomacia científica que complemente la política y permita sostener el diálogo incluso cuando las cancillerías enfrentan límites. Si algo enseñan Puerto España 2009 y Santo Domingo 2024 es que, cuando la política se paraliza, la ciencia puede abrir caminos. No se trata de reemplazar la diplomacia tradicional, sino de dotarla de profundidad, evidencia y cooperación sostenida.  En un hemisferio dividido, la diplomacia científica no es un lujo. Es una necesidad estratégica.

Víctor Gómez Valenzuela

Economista

El Dr. Gómez-Valenzuela es Profesor Investigador del Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC), universidad de la que fue Vicerrector de Investigación y Vinculación durante el período 2015-2021. Fue viceministro de Ciencia y Tecnología (2007-2009) y vicepresidente de la Comisión Interamericana de Ciencia y Tecnología de la Organización de Estados Americanos (OEA). Ha sido consultor para organismos internacionales y profesor en la Universidad de Costa Rica y Académico Visitante en el Manchester Institute of Innovation Research de la Universidad de Manchester en el Reino Unido e investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España (CSIC) en el Instituto de Politicas y Bienes Públicos (IPP), entre otros. Es autor y coautor de varios libros y publicaciones científicas internacionales. Posee un Doctorado en Ciencias Económicas, una maestría en Gestión de la Innovación y maestría en Estudios Sociales de la Ciencia, la Tecnología y la Sociedad. Es miembro de varias redes y sociedades cientificas como LALICS (Red Latinoamericana para el Estudio de los Sistemas de Aprendizaje, Innovación y Construcción de Competencias), filial latinoamericana de GLOBELICS (Global Network for Economics of Learning, Innovation and Competence Building Systems), de la Asociación para el Avance de las Ciencias de los Estados Unidos (AAAS), entre otras. En 2024 fue galardonado con el Premio Nacional de Ciencia y Tecnología “Eugenio de Jesús Marcano” por sus aportes a la investigación científica y la educación superior dominicana. Correo electrónico: v.gomezval@gmail.com; Redes: @Vgomezval

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