Aunque en esta ocasión retomamos nuestra columna semanal centrada en temas políticos, el hecho de haber subido anteayer a nuestro canal de YouTube un fragmento de la intervención del presidente Leonel Fernández en un panel sobre la libertad de expresión nos impulsa a dar, por este medio, nuestra opinión sobre este relevante tema de Derecho Constitucional que, de ningún modo, deja de ser político.
La libertad de expresión es uno de los pilares fundamentales de las sociedades democráticas. Amparada por constituciones, tratados internacionales y jurisprudencia, esta libertad permite a los ciudadanos expresar sus ideas, denunciar injusticias y fiscalizar al poder sin temor a represalias. Sin embargo, cuando esa expresión cruza los límites y se convierte en difamación, surge una pregunta clave: ¿Dónde debe trazarse la línea entre el derecho a opinar y el derecho a la honra y al buen nombre?
Ningún derecho es ilimitado. Así como la libertad de tránsito termina donde comienza la propiedad ajena, la libertad de expresión encuentra sus límites en otros derechos fundamentales: la dignidad, la intimidad, la honra y la reputación. Esta tensión ha sido reconocida por organismos como la Corte Interamericana de Derechos Humanos y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que han insistido en que el ejercicio de la libertad de expresión debe ser responsable.
La difamación, la calumnia y la injuria —delitos tipificados en la mayoría de legislaciones penales del mundo— buscan proteger la honra de las personas frente a acusaciones falsas o denigrantes que se hacen de forma pública. Cuando una persona emite declaraciones falsas, sabiendo que pueden causar daño, se desvía del ámbito de la crítica legítima y entra en el terreno del delito.
Pero este terreno no siempre es fácil de definir. ¿Puede una denuncia pública de corrupción ser difamatoria si aún no hay una sentencia judicial? ¿Tiene un periodista el derecho a publicar rumores no confirmados si afectan la reputación de un funcionario? La línea es difusa, y es ahí donde reside el dilema.
En la era digital, la línea entre libertad de expresión y difamación se ha vuelto aún más borrosa. Hoy, cualquier persona con acceso a un teléfono inteligente puede difundir información a miles —o millones— de personas en segundos. Las redes sociales han democratizado la voz ciudadana, pero también han multiplicado las posibilidades de que se vulneren derechos fundamentales.
Los periodistas enfrentan desafíos particulares: ¿hasta dónde pueden llegar en sus investigaciones? ¿Cuáles fuentes son confiables? ¿Cómo equilibrar el deber de informar con el deber de no dañar sin pruebas sólidas?
En varios países, se ha denunciado el uso de leyes de difamación como herramientas para silenciar periodistas incómodos, activistas o líderes comunitarios. En estos casos, la ley deja de ser un escudo protector y se convierte en una espada de censura.
Una de las claves para trazar esta delgada línea es el concepto de interés público. Cuando lo expresado contribuye a un debate legítimo sobre asuntos que afectan a la colectividad —como corrupción, derechos humanos, salud pública o el uso de recursos estatales—, la libertad de expresión goza de mayor protección. Las figuras públicas, por su rol en la sociedad, deben estar más expuestas a la crítica y al escrutinio.
No obstante, esto no significa que se puedan hacer afirmaciones falsas impunemente. Incluso en contextos de debate público, quien emite una acusación tiene la carga de demostrar al menos que actuó con diligencia razonable para verificar su veracidad.
En sociedades polarizadas, donde la desinformación y la manipulación son moneda común, es vital fortalecer una cultura del debate libre, pero también del respeto. La libertad de expresión no puede ser un permiso para agredir, mentir o destruir reputaciones sin consecuencias. Pero tampoco puede ser sofocada por leyes que castigan el disenso o la crítica legítima.
Trazar la línea entre difamación y libertad de expresión no es tarea fácil, pero sí imprescindible. Para ello se requiere de marcos legales claros, jueces independientes, medios responsables y ciudadanos conscientes de su poder —y su deber— al expresarse.
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