La guerra es el negocio más caro de los ricos que siempre pagan los pobres.
Mientras el hambre, la inflación y la desesperanza siguen condenando a millones de seres humanos a una vida infrahumana, los gobiernos poderosos del mundo —y sus aliados favoritos— continúan financiando guerras con cifras que insultan cualquier noción de justicia o sensatez. En el caso de Israel. Una sola jornada de su guerra con Irán podría costar hasta 200 millones de dólares, solo en interceptores antimisiles. Si se prolonga por un mes, el costo total puede superar los 12,000 millones de dólares, de acuerdo con estimados de fuentes creíbles.
¿Quién gana con esto? ¿A quién alimenta esta maquinaria destructiva? No a los niños de Gaza ni a los desplazados sirios ni a los desempleados en Tel Aviv. Tampoco a los miles de agricultores que ven sus campos destruidos por los misiles ni a los trabajadores iraníes que enfrentan sanciones y escasez. La ganancia está en las cuentas de los contratistas militares, en los fondos de inversión que comercian con la guerra, en los discursos hipócritas de quienes invocan la “seguridad” para justificar la devastación.
El sistema de defensa Honda de David, el Arrow 2 y el Arrow 3, el uso ininterrumpido de los F-35, las bombas inteligentes JDAM y MK84…Todo eso es tecnología para matar, financiada por presupuestos públicos, mientras hospitales colapsan, escuelas se deterioran y el pan escasea. ¿Puede el mundo seguir aceptando que se quemen cientos de millones de dólares diarios en una guerra provocada, cuando más de 800 millones de personas en el mundo pasan hambre o fallecen por inanición y enfermedades que pueden ser tratadas eficientemente?
Israel, además, no está pagando este costo solo. Gran parte lo asume indirectamente el contribuyente estadounidense, y otra parte se carga a una economía que hoy comienza a resentirse con negocios cerrados, una población parcialmente paralizada y centenares de edificios destruidos por los misiles iraníes.
Lo que está ocurriendo es una danza macabra donde la vida no vale nada si no entra en la ecuación del poder. Una guerra que no fue inevitable, sino calculada. Una escalada fabricada, sostenida por la retórica del miedo, la manipulación mediática y la complicidad internacional.
Si el precio de la guerra es inhumano, más inhumano aún es que sigamos pagándolo sin rebelarnos.
Tenemos la suerte de que siempre salen voces del bando de la guerra y la destrucción que nos dan la razón.
Es el caso del canciller alemán Friedrich Merz. Recién acaba de ofrecerle al mundo un testimonio perturbador que confirma cuán frágiles siguen siendo los compromisos éticos de Occidente, incluso en la nación que más debería cuidar sus palabras y actos. Frente a una ofensiva militar israelí desatada con brutalidad sobre Irán, Merz no solo ha guardado silencio, sino que ha optado por elogiar lo que denominó el trabajo sucio que Israel hace por Occidente.
Tal afirmación, celebrada por algunos como expresión de “realismo estratégico”, es en verdad un abismo moral. Agradecer que otro haga el trabajo sucio implica reconocer dos cosas: que el trabajo es sucio —es decir, ilegítimo o inconfesable—, y que el beneficiario moral de ese crimen es quien lo alienta desde las sombras. Merz no ha defendido la legalidad, ni ha llamado a la paz; premia sin ambages la agresión con respeto y convierte a Alemania, por voluntad propia, en cómplice.
No sorprende, entonces, la reacción de Sahra Wagenknecht, una de las voces críticas más lúcidas de la política alemana. Para ella, lo dicho por el canciller no solo constituye un “descarrilamiento sin precedentes”, sino que representa una ruptura con el principio de moderación que ha regido la política exterior alemana desde la Segunda Guerra Mundial. En su lectura —correcta—, Merz se quita la máscara: su “verdadera cara” no es la de la moderación, sino la del colaborador útil de los crímenes ajenos.
La portavoz rusa María Zajárova fue aún más lejos, al recordar el árbol genealógico del canciller: nieto de un burgomaestre nazi que honró a Hitler y Goebbels en los espacios públicos, e hijo de un combatiente de la Wehrmacht contra el Ejército Rojo. Zajárova no lo menciona por mera genealogía, sino para ilustrar un hecho inquietante. Lo no resuelto en la conciencia histórica alemana puede resurgir bajo nuevas formas. En este caso, no como exterminio directo, sino como justificación de un genocidio tercerizado.
Merz omite toda mención a la desescalada, ignora las consecuencias humanitarias, y resta importancia incluso a una eventual entrada de Estados Unidos en el conflicto. En su visión, los “trabajos sucios” que otros hagan a cuenta de Occidente están exentos de crítica. Si esas acciones derivan en nuevas oleadas migratorias hacia Alemania y Europa —como advierte Wagenknecht—, también eso parece parte del costo asumible de una política exterior sin alma.
Pero el mayor problema no está solo en lo que Merz dice. Está en lo que representa. Cuando un canciller alemán —líder de una nación cuya historia reciente está marcada por la barbarie— elogia sin rubor el “trabajo sucio” ajeno, se normaliza la violencia como herramienta geopolítica y se rompe el frágil equilibrio que aún distingue entre fuerza y derecho. Ese lenguaje, que recuerda demasiado a las justificaciones de la realpolitik más cínica, amenaza con consagrar una nueva ética del exterminio preventivo: matar antes de que el otro tenga la posibilidad de pensar en defenderse.
Si Occidente necesita que alguien haga por él el trabajo sucio, entonces ha perdido toda autoridad moral. Y si Alemania ha dejado atrás su sentido histórico para sumarse al club de los que aplauden la impunidad, es justo preguntarse si su renuncia al nazismo fue auténtica o apenas una pausa estratégica. Porque hay frases —como la de Merz— que no solo son aterradoras, sino reveladoras. Y no por lo que anuncian, sino por lo que traen de vuelta.
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