Había una vez un noble oficio llamado periodismo, aquel valiente caballero de la pluma que cabalgaba entre trincheras de papel y voces acalladas, armado con la lanza de la verdad. Pero un día, se cansó de comer aplausos y premios sin cheques, y decidió cambiar la tinta por la tarjeta de crédito. Así nació el dinerismo, hijo legítimo del hambre y bastardo del idealismo.
Hoy, la verdad cotiza en bolsa, fluctúa según el clima electoral y se viste del color del partido que pague mejor. El silencio se vende por metro cuadrado, las palabras por volumen, con tarifa especial si se requiere lágrima forzada o adjetivo patriótico. Lo mismo se usa la pluma para ensalzar a un corrupto que para hundir a un rival con más ética que presupuesto.
La consigna es clara, si no tienes precio, estorbas y si no perteneces a una manada, prepárate, porque la jauría está hambrienta. O ladras con ellos, o serás devorado como carne sin pedigree. No hay término medio en la era del tribalismo informativo, o estás arriba o estás abajo, estás con Dios o te devora el diablo, aunque en el fondo ambos se reparten el mismo whisky en cenas privadas.
El patriotismo, ese cadáver ilustre, murió asfixiado entre facturas, asesorías fantasmas y contratos directos. Ahora la patria se mide por cuánto cuesta tu apoyo en campaña y cuán rápido puedes pasar de aplaudir en tarima a facturar en lo oscuro. ¡Cuán glorioso es servir a la nación desde la cómoda silla del contratismo!
Cuando llega la época de tomas de posesión, se multiplican las portadas como panes bíblicos, con titulares más inflados que los presupuestos de obras inconclusas. “Un líder con visión”, dice el diario que ayer criticaba su ineptitud. Pero el sobre llegó puntual, y la bocina, obediente, sonó al ritmo del nuevo amo. No hay magia más rentable que la del papel impreso, un artículo pagado puede convertir a un burro en estadista y a un inepto en esperanza nacional distribuida por miles de grupos de WhatsApp de gente que respira sangre.

La opinión pública no es pública ni opinión. Es el ring donde los intereses se dan de golpes mientras el pueblo aplaude sin saber por qué. El que defiende, lo hace por su finca; el que ataca, por la del vecino que quiere quitarle. Y en el centro, el ciudadano, cada cuatro años, se ilusiona con la misma mentira, como quien vuelve con el ex convencido de que «ahora sí ha cambiado».
Así pues, que nadie venga a hablar de causas nobles sin mostrar su factura. En este mercado, hasta las convicciones tienen precio sugerido. Ya no se grita por justicia, se negocia por conveniencia. Cada uno ladra por su hueso y besa la mano que le da el plato. Porque la verdad, en estos tiempos, no es lo que se busca, sino lo que mejor se paga y de una forma u otra, cada quien le reza al santo que mejor le hace el milagro.
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