En el vasto escenario donde se entrecruzan la historia y la política, los pueblos emergen no como castillos en el aire, sino como estructuras edificadas con el peso de siglos de vivencias, conflictos y silencios. La República Dominicana lleva en sus entrañas un relato que no se cuenta sólo en fechas o nombres, sino en la manera como se ejerce el poder, se respira la autoridad y se sueña la libertad. No hay democracia que brote milagrosamente, ni libertad que se herede sin esfuerzo. La historia aquí no es un decorado neutro, sino la raíz profunda que sostiene y condiciona la forma en que los dominicanos se relacionan con el Estado y consigo mismos.

El autoritarismo no ha sido una anomalía, sino una constante histórica. Su persistencia no sólo explica la hipertrofia del presidencialismo, sino también una cultura clientelar profundamente arraigada y una sensibilidad social que alterna entre la esperanza y la frustración.

La historia política dominicana suele ponderarse desde 1844, como si todo lo anterior fuera apenas un prólogo. Pero el germen del poder centralizado y vertical que aún nos define se sembró mucho antes, durante los tres siglos de dominio colonial español. El gobernador de Santo Domingo —que era a la vez capitán general y presidente de la Real Audiencia— concentraba funciones civiles, militares y judiciales. No había contrapesos ni límites institucionales: gobernar era mandar, y mandar implicaba disponer de la ley, del ejército y de la justicia a su antojo. Este molde fundacional dejó una impronta difícil de borrar: una concepción del poder como dominio absoluto, no como servicio público.

La corrupción no era una desviación, sino una práctica normalizada en ese sistema. Los gobernadores proclamaban leyes contra el comercio ilícito mientras lo practicaban a espaldas de la Corona. Incluso los propios oficiales del Presidio reclamaban que ningún nuevo gobernador fuese nombrado sin su visto bueno y, de ser posible, que tuviera formación militar. El Consejo de Indias, lejos de escandalizarse, accedió. Desde entonces, la autoridad en la isla no solo fue centralizada, sino también armada. El poder civil quedó subordinado a la lógica castrense.

La salida de España no trajo consigo una democratización. En 1822, la ocupación haitiana impuso un nuevo régimen con rasgos autoritarios similares. Jean-Pierre Boyer gobernaba con una presidencia vitalicia, y mientras mantuvo el control del ejército, no hubo espacio para una apertura política real. El centralismo no solo persistió: se naturalizó. Desde Nicolás de Ovando hasta Boyer, pasando luego por Santana, Báez, Lilís, Mon, Trujillo y Balaguer, el ejercicio del poder ha sido un ritual de concentración, más que de distribución.

Con la independencia proclamada en 1844, la joven República no optó por romper con este legado, sino por institucionalizarlo. El artículo 210 de la Constitución de San Cristóbal, en vez de establecer garantías liberales, permitía conferir poderes dictatoriales al presidente en nombre de la defensa de la patria. Esta cláusula, que legitimaba la suspensión del orden constitucional, fue utilizada por Pedro Santana como mecanismo para consolidar su autoridad y sofocar cualquier disenso. Desde su nacimiento, el Estado dominicano se dotó de un instrumento jurídico que supeditaba la ley a la voluntad del caudillo.

El debate constitucional de la época reflejó esta tensión entre dos modelos: por un lado, los liberales que aspiraban a una república de instituciones, representados más adelante en la Constitución de Moca de 1858, y por otro, los conservadores que veían en la figura del caudillo una garantía de orden y estabilidad. Pero en la práctica, el péndulo siempre tendió hacia la concentración del poder. Las constituciones se convirtieron en textos maleables, escritos para legitimar al líder de turno más que para establecer un régimen de derechos y controles.

Esta herencia no solo deformó nuestras instituciones: moldeó también nuestras mentalidades. Ya en las primeras décadas del siglo XX, Pedro Henríquez Ureña advertía que uno de los obstáculos para la modernización del país era la falta de una verdadera conciencia cívica. En su ensayo La utopía de América, señalaba que el autoritarismo no era solo una cuestión de gobierno, sino una deformación del espíritu colectivo, acostumbrado a delegar en figuras providenciales lo que debía ser tarea de todos.

Aunque la Constitución proclame la división de poderes, la realidad política gira en torno a la figura presidencial, que aparece como garante, árbitro y ejecutor de toda decisión pública. No decimos “el Estado”, decimos “el gobierno”. Y por “el gobierno”, entendemos “el presidente”.

Este centralismo estructural ha producido una cultura política basada no en derechos, sino en favores. La ciudadanía no se concibe a sí misma como titular de prerrogativas exigibles, sino como peticionaria de beneficios discrecionales. El clientelismo no es solo una deformación electoral: es un sistema de mediaciones informales que sustituye a las instituciones cuando estas fallan. Y como todo sistema de favores es inestable, cuando las promesas no se cumplen, lo que aflora no es una crítica institucional, sino una reacción emocional: la decepción, la cólera, la sospecha.

La susceptibilidad colectiva de la que hablaba Bosch —ese rasgo que provoca reacciones desproporcionadas ante los agravios— no es una simple característica psicológica. Es una expresión política de una ciudadanía que no ha sido formada en la exigencia racional de derechos, sino en la dependencia emocional de liderazgos fuertes. En un sistema donde el acceso a bienes y servicios depende de vínculos personales, cada incumplimiento se percibe como una traición, no como un fallo institucional. Así, la frustración social no se canaliza en demandas organizadas, sino en estallidos intermitentes, alimentados por la desconfianza y la impotencia.

Como ha señalado el historiador Roberto Cassá, el autoritarismo dominicano no puede comprenderse sin atender al “peso de una historia de subordinación y desigualdad estructural”. En sus estudios sobre el Estado y la cultura política en el Caribe hispano, Cassá muestra cómo las élites han reproducido las condiciones para que el poder no se democratice, sino que se encierre sobre sí mismo, protegiendo privilegios mientras ofrece concesiones simbólicas a las masas.

La continuidad del autoritarismo en República Dominicana no es producto del azar ni de una maldición histórica. Es el resultado de una superestructura que nunca ha roto, de forma efectiva, con sus orígenes centralistas. Pero también es producto de una cultura cívica que ha normalizado la verticalidad, el caudillismo y el intercambio desigual entre obediencia y recompensa.

Superar este legado no implica desconocerlo, sino comprenderlo. La democracia no puede construirse sobre ruinas sin antes desescombrar. Y ese trabajo no es solo jurídico o político, sino también cultural. Requiere educar a la ciudadanía, fomentar la autonomía social y romper con la lógica de la subordinación que todavía pervive en tantos rincones del espacio público.

Conocer nuestras raíces autoritarias no es un ejercicio de nostalgia ni de autoflagelación, sino un acto de madurez política. Solo comprendiendo de dónde venimos podremos imaginar, con sensatez y ambición, hacia dónde queremos ir.

Héctor Camilo Ricart

Abogado

Lic. Héctor Ricart (Abogado, egresado de la UNPHU, apasionado del derecho laboral. Director Jurídico en la firma R&L, Legal and Real Estate.

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