En un artículo anterior señalamos como los subsidios al sector eléctrico han distorsionado el funcionamiento del sistema durante años. Ahora corresponde mirar con mayor detalle las raíces históricas del problema y sus consecuencias sociales, económicas y políticas, así como plantear posibles salidas.
El problema no es nuevo. Desde los años 90, la política de subsidios se consolidó como una respuesta “rápida” a las crisis eléctricas, pero se convirtió en un círculo vicioso. Cada gobierno ha decidido mantener tarifas artificialmente bajas, temiendo el costo electoral de sincerar el precio de la energía. Mientras tanto, las empresas distribuidoras estatales —EDENORTE, EDESUR y EDEESTE— han acumulado pérdidas técnicas y no técnicas (fraude, conexiones ilegales, ineficiencia en la cobranza) que en estos momentos superan el 40 % de la energía comprada.
Solo en 2023, el subsidio eléctrico costó al fisco más de US$ 1,700 millones (alrededor del 2% del PIB). Para ponerlo en perspectiva: fue una cifra superior al presupuesto completo del Ministerio de Obras Públicas, y casi lo mismo que se invirtió en todo el sistema de salud pública. La situación en el 2025 no ha mejorado, de hecho, las críticas por los apagones y las deficiencias del servicio comercial han aumentado.
Los efectos no se limitan al presupuesto. La ineficiencia de las EDE tiene un impacto directo en la vida de la gente y en la competitividad del país.
• Hogares: las familias deben destinar recursos adicionales a inversores, baterías o plantas eléctricas para suplir las fallas del sistema. En los barrios de menores ingresos, los apagones se traducen en pérdidas de alimentos refrigerados, inseguridad y menos horas de estudio para los niños.
• Empresas: las Pymes, que representan una parte significativa del sector empresarial, ven aumentar sus costos por la necesidad de autogeneración, reduciendo su capacidad de inversión y de generación de empleos.
• Competitividad nacional: los apagones recurrentes afectan la confianza de los inversionistas extranjeros. Según el Global Competitiveness Report, es uno de los factores que más resta competitividad a la República Dominicana frente a sus pares de la región.
El subsidio eléctrico se ha convertido en un instrumento de control social. Ningún gobierno se atreve a retirarlo de golpe, por temor a protestas y descontento popular. Sin embargo, mantener este esquema significa hipotecar el futuro del país: cada peso que se destina a cubrir déficits de las EDE es un peso menos para invertir en hospitales, escuelas o seguridad ciudadana.
El camino de la reforma no tiene que ser un salto al vacío. Existen medidas graduales y realistas que podrían adoptarse poniendo en práctica un plan de transición que debe diseñarse, pero cuya implementación puede tomar de 4 a 8 años:
• Inversión en infraestructura y digitalización, incluyendo medidores inteligentes y de prepago, redes modernas y sistemas de detección de fraudes.
• No frenar el impulso a las energías renovables y a la generación distribuida, permitiendo a los hogares y empresas producir parte de su consumo y reducir la presión sobre el sistema.
• Apertura a esquemas mixtos de gestión, explorando concesiones parciales o alianzas público-privadas que garanticen eficiencia en la distribución y la comercialización.
La pregunta es simple pero inevitable: ¿Hasta cuándo seguiremos subsidiando las ineficiencias de las EDE?
Si no se rompe pronto con este modelo, el país continuará atrapado en un círculo de altos subsidios, apagones y falta de confianza en el sistema eléctrico. Y como toda deuda diferida, tarde o temprano alguien tendrá que pagarla: ya sea con más impuestos, con menos servicios públicos o con menos oportunidades para las futuras generaciones.
Compartir esta nota