La vida contemporánea parece atraparnos en una paradoja: en un mundo diseñado para estar hiperconectados, nunca habíamos estado tan desconectados del momento presente. La conciencia, entendida por la filosofía desde William James hasta los planteamientos fenomenológicos de Husserl, supone la capacidad de atender con claridad a lo que se nos da en el ahora. Sin embargo, la experiencia cotidiana muestra otra cosa, una deriva constante de la atención hacia múltiples estímulos, internos y externos, que nos arrebatan del presente y nos instalan en un estado de dispersión casi permanente.
Ese tránsito de lo inmediato a lo distraído no siempre se observa en grandes escenarios ni en experimentos de laboratorio; a veces se manifiesta en lo más simple. Hace apenas unos días, Darly Solís, coach ejecutivo, compartió en sus redes sociales una vivencia ocurrida en el parqueo de un centro comercial de Santo Domingo.
El episodio, aparentemente banal, se convirtió en una lección de atención. Narraba cómo, en medio del bullicio cotidiano, reconoció en sí misma la tentación de dispersarse, de perderse en estímulos externos, y en cambio optó por detenerse, mirar hacia dentro y recuperar la presencia. Lo llamó con acierto: “Presencia. Te cuento mi experiencia”. Ese gesto sencillo resume la esencia del desafío contemporáneo: el acto de estar presentes no es automático, sino una decisión consciente de resistir la deriva de la distracción.
El cerebro humano, en reposo, activa la llamada red neuronal por defecto, un conjunto de circuitos que sostienen la divagación mental y que explican por qué casi la mitad del tiempo despierto estamos pensando en algo distinto a lo que ocurre aquí y ahora. Ese divagar puede tener valor adaptativo —fomentar la creatividad, la capacidad de anticipar escenarios, el aprendizaje asociativo—, pero en exceso se transforma en un obstáculo para el bienestar. Estudios muestran que una mente distraída correlaciona con menores niveles de satisfacción vital y con mayor incidencia de ansiedad y depresión. No se trata, por tanto, de una mera anécdota de la vida moderna, sino de un patrón que repercute en la salud mental y en la capacidad de acción deliberada.
En la búsqueda de lo patológico, la distracción persistente se expresa en el trastorno por déficit de atención, cuya base neurobiológica se relaciona con disfunciones en el lóbulo prefrontal y alteraciones en los sistemas dopaminérgicos. La dificultad para sostener la concentración no es aquí un mero rasgo de carácter, sino una condición que compromete la vida académica, laboral y relacional de millones de personas. En el polo opuesto, prácticas como el mindfulness, validadas empíricamente, buscan entrenar la atención como si fuera un músculo, favoreciendo la regulación emocional y la claridad cognitiva. La plasticidad neuronal ofrece un argumento optimista, concretado en que la atención puede entrenarse y recuperarse, aun en medio del ruido social y digital que la amenaza constantemente.
Pero la distracción no pertenece únicamente al campo clínico; es también un síntoma social, toda vez que la aceleración del tiempo histórico, la multiplicación de notificaciones, la cultura de la multitarea digital erosionan nuestra capacidad de resonar con lo real. Como advierte Hartmut Rosa, la velocidad con la que vivimos produce una alienación silenciosa, donde estamos presentes físicamente, pero nuestra mente se desplaza sin cesar hacia otra parte, hacia otra pantalla, hacia otro flujo de estímulos. La distracción se convierte, así, en una forma de enajenación colectiva que impide el arraigo y mina la posibilidad de una vida significativa.
El desafío, entonces, no es menor; se trata de recuperar la presencia como un acto no solo individual, sino ético y político. Habitar plenamente el instante supone resistir a la fragmentación de la conciencia y devolver a la atención su dignidad originaria como fundamento de la experiencia humana. La filosofía recuerda que sin atención no hay auténtica libertad; la neurociencia muestra que la conciencia puede moldearse y entrenarse; la psicología aporta herramientas para cultivar la regulación de la mente, y la experiencia compartida por voces cotidianas como la de Darly Solís recuerda que el presente puede ser recobrado en lo más simple, en un parqueo, una pausa, una mirada hacia dentro.
Frente a la deriva de pasar de “presentes” a “distraídos”, la responsabilidad es devolvernos al presente, no como un recurso terapéutico accesorio, sino como el núcleo desde el cual se construye la vida misma.
Referencias
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