Ahora que las Águilas están en primer lugar marcando con un excelente promedio de juegos ganados —aunque no sabemos qué sucederá después—, me parece oportuno resaltar una historia que involucra a dos aguiluchos: uno, destacado como refuerzo; el otro, como fervoroso fanático.
En este año murió Dave Parker, “La Cobra”. Por esta razón no pudo acudir a su exaltación al Salón de la Fama de las Grandes Ligas producida al mes siguiente. Al anunciar su elección, confesó que desde hacía años tenía listo el discurso que pronunciaría allí. Lamentablemente, la muerte se lo impidió.
Fue una superestrella. Duró 19 años en la Gran Carpa. Acumuló números que justificaban, desde hace mucho, este reconocimiento: bateó de por vida para 290, ganó tres Guantes de Oro y fue elegido Jugador Más Valioso (MVP).
Jugó también en el béisbol de invierno, en Venezuela y en nuestro país. Precisamente, durante las temporadas 1972-1973 y 1973-1974, vistió el uniforme de las Águilas Cibaeñas. Sus estadísticas en el béisbol profesional dominicano fueron también impresionantes: En su última temporada bateó 345 y conectó seis jonrones. Era un jugador versátil, aunque su vida fuera del béisbol fue convulsa y nada imitable.
Recuerdo que yo debía tener entre nueve o diez años de edad cuando lo conocí. Coincidencialmente, estaba en la tienda que mis padres tenían en el centro de Santiago de los Caballeros: la Tienda Sonia. Solía ir con frecuencia a ayudarles. Esa tarde nos visitó este inusual cliente. Ya sabíamos, aunque vagamente, de parte de sus hazañas. Nos impresionó su corpulencia. Andaba con una gorra de los Piratas de Pittsburg, una camiseta, pantalón corto y sandalias. Entró al negocio y compró algo —que, en verdad, ya no recuerdo—.
Sí, lo que nunca se me ha olvidado fue el pan de gente que le compró al panadero más famoso de la época. Pan de Gente era un personaje pintoresco de Santiago. Todas las tardes, desde las cuatro, salía desde sus hornos, ubicada en uno de los barrios más emblemáticos de esta ciudad: La Bahía, Pueblo Nuevo. Luego se dirigía rumbo a sus calles céntricas de la hidalga, a vender su artesanal manjar.
Era alto, barrigón y sudoroso. En la cabeza llevaba siempre una maleta de fino metal color mamey, repleta de sus panes recién salidos del horno – calienticos – como solía decir. En la otra mano, cargaba también una funda de papel de estraza para llevar más.
Su pregón era característico: con voz estruendosa, cual barítono, repetía una y otra vez:
“¡Pan de gennnnte! ¡Pan de gennnte! ¡Pan de gennnnte!”
Su producto era exquisito. Gourmet, diríamos hoy. Tenía un color de huevo criollo, una textura única y un sabor que provocaba seguidilla. En la boca era crujiente y se hacía agua. Cada uno costaba quince centavos, un precio elevado para la época.

Ese día, como todas las tardes, esperaba con ansias a Pan de Gente. Cuando llegó, encontró por sorpresa a La Cobra. Este no se resistió al aroma de los panes y pidió uno, aunque terminó comiéndose tres. Solo atinó a decir al concluir: “Very good”.
Como muestra adicional de su agrado, le pagó a Pan de Gente con una papeleta de cinco dólares. Él, al recibirla, colocó su maleta en el suelo, sonrió —dejando ver su “los peloteros que le faltaban”—, lo abrazó con fuerza y, para sorpresa de todos, le respondió: “Thank you”.
Una Kodak apareció de improviso y captó aquel instante irrepetible.
Él era también un furibundo fanático aguilucho. Hace años murió. Desde hace no tan poco tiempo, hago esfuerzos, junto a algunos de sus familiares, por rescatar esta estampa: este pequeño fragmento del encantador Santiago de ayer. Ojalá pueda lograrlo. Mientras tanto, otro aguilucho, desde chiquitico, les comparte la recreación de este inolvidable encuentro que nos hizo la IA.
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