Antonio Duvergé, conocido en los campos de batallas como papá Bois, y calificado con absoluta justicia por el doctor Joaquín Balaguer como El Centinela de la Frontera, es uno de nuestros héroes principales, que con la fuerza de su machete ayudó a forjar la independencia por los montes áridos del sur corto y largo. Su figura como el primer guerrero de todas las campañas militares contra el soldado haitiano desde los primeros días de la independencia hasta su misma muerte en abril de 1855 frente a un pelotón de fusilamiento en la pared del cementerio de El Seíbo, no tiene paralelo.
A él, y no a Pedro Santana, le cabe la gloria de ser el general victorioso que durante años frenó al vecino en las agrestes tierras de la frontera sur, como en Comendador, las Matas de Farfán y San Juan de la Maguana. Fue él, y no Santana, el héroe quisqueyano que se alzó con la gloria en los heroicos y victoriosos combates de El Memiso (abril de 1844), Cachimán (diciembre de 1844, y junio y julio de 1845) y El Número (abril 1849). Sus hazañas militares en esta zona durante casi siete años no admiten disputas de ninguna especie, pese a que Pedro santana, egoísta y celoso de su gloria, siempre quiso disminuir su papel decisivo para que no pudiera rivalizar con él ante la historia.
El hatero, poseído de un instinto criminal y un sentido del poder de acero, siempre vio en Duvergé a un rival ante la posteridad. Y se dedicó a hundirlo, a descalificarlo, moral y militarmente. Fue lo que trató de hacer en 1949, cuando le levantó todo un expediente acusatorio de una serie de infamias sobre su papel en la Batalla de las Carreras. Se trató de aquel juicio fabricado en el que Francisco del Rosario Sánchez, febrerista a capa y espada y fundador de la república, sirvió nada menos que de fiscal acusador. Así de tumultuosos eran los vaivenes que en aquellos días daban hasta nuestros mejores y más decididos patriotas. Pero en esa vuelta, los acontecimientos no favorecieron los planes de Santana, y Duvergé fue absuelto. En verdad, entonces, el hatero no buscaba matar a Duvergé, como lo había hecho con María Trinidad Sánchez y los hermanos Puello, sino degradarlo moralmente, destruir su gloria militar, y glorificar la suya. Disminuyendo la figura militar de Duvergé aumentaba la suya, era su razonamiento.
Pero nada de eso lo iba a salvar de la furia de Santana y de enviarlo más adelante al patíbulo. Amén de despiadado, el hombre de El Prado era rencoroso. Se le había salvado en 1849 cuando tuvo que renunciar a la presidencia y su lugar fue ocupado por Buenaventura Báez. Báez trató con cierto respeto a Duvergé, aunque por presiones de Santana hubo de confinarlo a El Seibo, sufriendo así durante meses la humillación de vivir en un ostracismo forzoso, indigno de su proceridad, en una localidad donde Santana era dueño y señor. Su condición de héroe quedaba supeditaba a la de confinado, y a sufrir, en consecuencia, la sospecha, la desconfianza y el silencio de la gente.
Alejado del sur, tierra de sus andanzas militares, pero también donde poseía modestas posesiones agrícolas, en El seibo la pobreza lo arropó. Pero la situación de nuestro héroe empeoró más cuando en febrero de 1853 Pedro Santana volvió al poder. A partir de ese momento para el héroe de Cachimán no habría tranquilidad y su suerte iba a depender del capricho del hatero. Fue el período en que el país entero se convirtió en un hato del tirano.
Báez fue desterrado en Saint Thomas, desde donde asumió la insurrección contra la tiranía de Santana. Muchos líderes, de pensamiento liberal, o simplemente enemigos de Santana, le siguieron en esa peligrosa aventura. A Antonio, que no era político, se le solicitó adherirse, y él junto al propio Francisco del Rosario Sánchez, se asoció a la conspiración. ¿Qué otra cosa podía hacer, sabedor como estaba, que el tártaro sólo esperaba una oportunidad para liquidarlo para siempre?
Pero gracias a la delación de uno de los conjurados, un tal Eusebio Mercedes, el plan fue descubierto, y Santana, que casualmente se encontraba en su campo de El Prado, montó en cólera contra los conjurados. Varios fueron apresados, pero Duvergé, usando su pericia militar, logró escabullírsele por los montes, pero no sería por mucho tiempo. Contra él, Santana dispuso una persecución especial. Lo quería a toda costa preso para fusilarlo sin contemplación.
Así, desde el mismo Seybo, hizo que el vicepresidente de la república, y encargado del Poder Ejecutivo en su ausencia, Regla Mota, emitiera un decreto disponiendo que sería castigado con la pena de muerte toda persona que lo ocultara o que no lo denunciara.
La persecución fue rápida y efectiva. El héroe iba huyendo en compañía de sus tres hijos, dos de los cuales menores, y de seis compañeros. Al tercer día de esa forzosa huida, una mujer, sabiéndola ligada al héroe, fue torturada por los soldados de Santana, quiénes la amarraron desnuda al tronco de un árbol y le golpearon sus partes íntimas, obligándola a cantar. Duvergé fue capturado y llevado a El Seybo, y desde ese momento, supo que sería pasado por las armas. Esta vez el tirano no perdería la oportunidad de salir de él para siempre.
Sin perder minutos, el nueve de abril fue llevado a la Comisión Militar que lo juzgaría. Eugenio Miches y Juan Rosa Herrera, alias El Tuerto, ambos compadres de Santana, conformaban el tribunal. Dos horas de simuladas deliberaciones a puertas cerradas donde no se le permitió decir una palabra al acusado, finalizaron cuando la sentencia fue pronunciada. La pena capital para Duvergé y para su hijo Alcides, de 23 años. También fue condenado a la pena de muerte otro hijo del prócer, Daniel, de 15 años, estableciendo que la ejecución se haría cuando el menor cumpliera 21 años, edad requerida por la ley para los condenados a pena capital. Así de terrible manejaba Santana el país.
Pero nada de eso fue una sorpresa. Era lo que se esperaba. Era lo que Santana sabía hacer. Nadie siquiera se ocupó de pedirle clemencia. Todos los reos recibieron la terrible sentencia con decidida resignación. Papá Bois se mantiene en silencio. Ni se inmuta ni dice una palabra. Sólo se le ve escupir al piso varias veces. No le preocupa su vida, pero sí la de su hijo, la de su querido Alcides, que estaba en la flor de la juventud. No era justo, piensa, ser fusilado cuando tenía por delante toda una vida. Lo mira con ternura y con dolor, consciente de que él que combatió y venció los ejércitos del enemigo haitiano, ahora nada podía hacer para salvar a su hijo de las garras asesinas del tirano Santana.
Al otro día, 11 de abril, apenas cuarenta y ocho horas después de pronunciada la fulminante sentencia, el cura del pueblo llegó a la celda para cumplir con sus deberes cristianos. No duró mucho rato, pues de inmediato el oficial de guardia interrumpió el oficio de piedad gritando desde la puerta del calabozo, “llegó la hora general, vámonos. Hay que salir de esto pronto”. Entonces papá Bois se le escuchó decir: “Vámonos ya muchachos, que nos esperan”. Pero antes hubo de despedirse de sus hijos, sus otros tres hijos, que gritando desesperados hubo de arrancárselos de sus brazos. Fue la última vez que los vio. Ahí inició su marcha hacia el campo santo, que era el lugar escogido para la ejecución. Iba por las calles cabizbajo y sereno. Al llegar al paredón, un silencio denso se apoderó de la muchedumbre que acompañaba a los reos, para dar inicio a los tambores que anunciaban la lectura de la sentencia. A seguidas, uno a uno fueron despojados de sus prendas militares, degradando con especial saña al héroe del Nemesis. Todo listo ya para la macabra ejecución, el viejo guerrero se le ocurrió pedir un favor de última hora. Llamó al oficial y le pidió, como gracia final y única, que se fusilara a su hijo Alcides primero para ahorrarle el dolor de ver morir a su padre. El oficial no viendo ninguna importancia en el orden de la ejecución lo complació. Alcides fue ejecutado primero. Antonio vio cuando las balas impactaron su joven pecho. Lo vio caer y abrazarse al suelo. Dicen los presentes que un par de lágrimas rodaron por sus mejillas de prócer. Pero se repuso del impacto, o al menos eso trató de hacer o de aparentar. Llegada su hora, se preparó a recibir su turno con el valor que le acompañó siempre. Y para sorpresa de los presentes se quitó su sombrero y se lo tiró a su perro, Corsario, que lo había acompañado en todas las batallas, y que ese día final, lo había acompañado desde la misma prisión y lo acompañaría hasta la sepultura. Entonces se dirigió con tranquilidad impresionante a ocupar su lugar en el muro que hacía el papel de paredón. “Viva la patria carajo”, fueron sus últimas palabras antes de recibir el impacto mortal de las balas.
No bien hubo terminado esa orgía de sangre, cuando el déspota Santana, que estaba por esos alrededores en espera del final de los acontecimientos, se presentó en su caballo y acompañado de varios adláteres, entre ellos, su compadre Eugenio Miches. Se puso a contemplar impertérrito los cadáveres, pero cuando llegó frente al de Duvergé, como quien presintiendo que aun muerto, no podría disminuir su gloria de guerrero, se apeó de su caballo y tuvo la cobardía, ante las miradas aterrorizadas de la muchedumbre, de patear el cadáver con la punta de sus ensangrentadas botas. A Santana no le bastaba haberlo matado. Quería más. Quería humillar no ya al guerrero, no ya al héroe, sino a un cadáver, al cadáver del guerrero, al cadáver del prócer, para satisfacer su sed de venganza.