Al igual que todas las personas nacidas en los siglos XIX y XX en esta isla, he tenido una infancia marcada por la presencia cultural, económica y militar de los Estados Unidos. La muerte de Robert Redford, por ejemplo, me llena de nostalgia, como cuando nos toque conocer la de otros conocidos artistas de larga data en el patio local.
Además, crecí en los años setenta, cuando la intensidad de la relación con esa nación era fuerte tanto en el sentido positivo como en el negativo. A la casa de mi niñez llegaban los gases de las bombas lacrimógenas controlando manifestaciones en la universidad estatal. Más tarde me tocaron profesores; ya eran excomunistas, pero mantenían cierta ojeriza con respecto al uso del poder en “el imperio”, como lo llamaba socarronamente Laura Suero, mi amiga, pariente y compañera de estudios.
Al mismo tiempo, convivía con toda mi familia materna, admiradores desinhibidos de todas las maravillas que venían de allá. Recuerdo una camiseta cuya etiqueta en el cuello, además de talla y condiciones de lavado, indicaba orgullosamente su condición de “Made in the Good Old USA”. Evidentemente, ya para esa época se empezaba a temer el poderío tecnológico de Japón y se vislumbraba el crecimiento de China evidente, entre otras señales, en las políticas de acercamiento a ese país iniciadas por Richard Nixon.
Por todas estas razones, ver las múltiples maneras en que ese país se está desmoronando me resulta especialmente doloroso. La primera constatación específica fue la considerable cantidad de personas sin vivienda. Cierto, muchas de ellas con serios problemas de sociabilidad y algunos hasta psiquiátricos. De todos modos, para una nación con un PIB que por sí solo era mayor que los próximos diez o doce sumados, esta era una situación lamentable. Continué por enterarme de que el Departamento de Educación registraba disminución en la asignación del presupuesto nacional desde la década de los ochenta. Hoy día, además, se están tomando las medidas para llegar a su cierre definitivo. Al mismo tiempo, crecía el descontento de la población, algo perceptible en marchas y manifestaciones, pero también en el crecimiento de las adicciones. Las personas felices no necesitan tantas drogas lícitas o ilícitas ni tanta evasión a través de conductas antisociales.
La estocada final ha sido la proliferación de tiroteos a diestra y siniestra, cuya más reciente y lamentable vertiente ha sido el asesinato de Charlie Kirk, tema que ha opacado a todos los demás en las notificaciones en mi celular.
Interlocutores de distintas escalas de la vida y de la ideología han aprovechado para denunciar la violencia. También hacen un llamado a la necesidad de ser capaces de escuchar diversidad de opiniones, indispensable para ejercer el derecho a la libertad de expresión. Además, reivindican las tragedias sufridas por representantes de los dos principales partidos políticos. Lo lamentable es que pocas personas se dan cuenta de que, realmente, se trata de un tipo de acontecimiento que se veía venir. Lo importante es buscar ahora todas las maneras de evitarlos.
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