La primera vez que fui a Colombia, fue a Cartagena, en el año 2005, a un encuentro del Centro Regional para la Promoción del Libro para América Latina y el Caribe (CERLALC), auspiciado por la OEI, cuando yo era director General del Libro y la Lectura de la Secretaría de Estado de Cultura. Luego volví, pero a Pereira, a un Festival Internacional de Poesía llamado Luna de Locos, en 2013. De paso hice escala dos días antes, en Medellín, invitado por la profesora dominicana, Elisa Lister Brugal, para dictar una charla sobre literatura dominicana, en la Universidad Estatal de Medellín. En esa ocasión, mi colega, haciendo gala de una proverbial hospitalidad, me dio un tour, diurno y nocturno, por esa espléndida ciudad montañosa, cuyas noches son de una mágica y bohemia atracción. Visitamos el bar Málaga (a petición mía) donde estuvo Gardel y donde aún hay un culto al mito del zorzal criollo: se baila y se canta tango. Allí tienen los afiches, la memorabilia y las fotos de sus presentaciones. Paseamos por el parque central para ver las estatuas de Botero, su ciudad natal, y donde hubo un acto terrorista en la época de terror de Pablo Escobar, en que murieron decenas de personas. Al día siguiente, me llevó al aeropuerto, donde pereció Gardel, el 24 de junio de 1935, cuando iba de regreso a Buenos Aires, su ciudad natal, en un hecho fatal que lo inmortalizó y mitificó. En Medellín, el mito de Gardel está tan vivo como en Argentina, y de ahí que yo, hijo de padre gardeliano, quise recordar, en su memoria, a su ídolo musical. Al tomar un pequeño avión de 20 pasajeros, rumbo a Pereira, enseguida evoqué la tragedia aérea y recordé a mi padre. A mi lado se sentó una señora de unos sesenta años, quien, con un rosario en la mano, rezaba –y rezó– durante el corto viaje de apenas 20 minutos. Al aterrizar, recuerdo que le dije: “Ya llegamos”. “Gracias a dios”, me dijo. Quizás tenía miedo y rezó porque la superstición sigue viva y latente. Solo me dijo esa frase y volvió a enmudecer, como lo estuvo durante todo el vuelo.
Me quedé siempre con el deseo y el anhelo de visitar Bogotá, Cali y Barranquilla, hasta que, la semana pasada, visité Bogotá con mi familia, en compañía de los poetas Marino Berigüete y Plinio Chahín. Asistí al Instituto Caro y Cuervo, a un recital al aire libre, de los poetas invitados, en homenaje a Rabindranath Tagore, organizado por la Embajada de la India en Colombia, pero una pertinaz llovizna, nos obligó a terminarlo bajo techo. Fuimos a la Feria Internacional del Libro y salimos maravillados y cargados de novedades librescas –como hicimos los tres el año pasado, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Los días siguientes hicimos un tour al Centro Cultural García Márquez, donde está la inmensa, lujosa y circular librería del Fondo de Cultura Económica, y cruzamos al frente al Museo Fernando Botero y al Museo de la Moneda. Recorrimos parte de La Candelaria, su Centro Histórico, y la Séptima Avenida peatonal, hasta sentarnos a tomar un café en la cafetería Juan Valdés, al lado donde están las tarjas que indican que ahí fue asesinado Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948, el líder más carismático de la política colombiana, al que aun sus seguidores le depositan flores. Para los colombianos, su crimen sembró la semilla de la violencia de Colombia, cuyo acontecimiento desató una ola de crímenes y venganzas que, para muchos, dio al traste con las guerras de guerrillas. García Márquez, en sus memorias, Vivir para contarla, describe el crimen y el impacto que provocó en las calles de Bogotá, al ser testigo del hecho. Joaquín Balaguer, que era a la sazón, consejero de la Embajada dominicana en Colombia, también relata el hecho, y cómo el poeta, Tomás Hernández Franco, se vio involucrado, al asumir un rol activo en las protestas, hasta el punto de que tuvo que ser sacado de urgencia del país. A este hecho histórico se le conoce como el bogotazo, mismo al que se vio envuelto también Fidel Castro, quien había asistido a un Congreso de la Juventud.
Bogotá es una ciudad con aire europeo, con más de diez millones de habitantes, y con una vida cultural y artística de insólito dinamismo. Es una metrópolis que, como es natural, posee entaponamientos (o trancones, como dicen los bogotanos), hasta de dos horas (en horas pico), para una distancia de quince kilómetros. “Bogotá está a tres horas de Bogotá”, dicen ellos. Ciudad muy barata para vivir, donde los ubers, los libros y los taxis son dos o tres veces más baratos que en Santo Domingo, y donde los precios de los restaurantes son también tres veces más baratos. Los conductores de ubers son muy parlanchines y algunos son cultos, y, al saber que éramos dominicanos, todos, manifestaron el interés y la ilusión de venir como turistas a bailar salsa, bachata y merengue, y a conocer nuestras mujeres. Todos sienten fascinación por el color, la picardía y el cuerpo de nuestras mulatas y negras, como nosotros de sus mujeres de piel blanca, rubias o mestizas y pelo lacio y largo. Así reciprocábamos los piropos y los halagos. En el hotel, las atenciones y la amabilidad de los mozos, y de todo el personal, nos sorprendían y subyugaban. Recorrer Bogotá representa la aventura de una urbe de enormes edificios, amplias avenidas, múltiples puentes peatonales, decenas de autobuses, llamados Transmilenios, transeúntes silenciosos y paredes saturadas de grafitis y murales. Visitar el Museo del Oro es una maravilla del tesoro arqueológico de Bogotá como también hacer el recorrido por el Museo Fernando Botero, gratis, con 80 empleados, en una enorme quinta de dos niveles, una mansión que cubre una manzana completa, con su patio español, al centro. Posee una colección de pinturas y esculturas de Botero, así como de su colección privada y personal de grandes maestros de la plástica universal, y que van desde clásicos y barrocos hasta impresionistas, expresionistas, cubistas y surrealistas. Sorprende la generosidad de Botero, al donar cientos de cuadros (pinturas, dibujos, acuarelas y fotografías) y esculturas (123 obras en total), solo con la condición de que la entrada al museo fuera gratis, según nos contó un guía. El Banco de la República compró la residencia y el conjunto arquitectónico, que alberga varios museos de arte clásico y contemporáneo, incluyendo artistas colombianos, los cuales poseen salas de exposiciones de obras permanentes y móviles. Bogotá además, brilla y se destaca por la cantidad de salas de teatro, bibliotecas y librerías. Me sorprendió ver, en el recinto ferial del libro, la producción editorial de las universidades, quienes exhiben bellas y bien cuidadas ediciones de libros en todas las áreas del saber. Lo que demuestra que sus universidades investigan y publican las tesis de sus alumnos, de maestría y doctorados, con las enriquecen su acervo bibliográfico. Los catálogos de libros que exhiben son dignos de imitar. No nos extrañó el nivel educativo alcanzado y por qué han tenido artistas de fama mundial como Botero y escritores como García Márquez, Álvaro Mutis, José Eustasio Rivera, Jorge Isaac, José Asunción Silva, Eduardo Carranza, Aurelio Arturo, Guillermo Valencia, Jorge Gaitán Durán, Raúl Gómez Jattin, Fernando Charry Lara, Jorge Zalamea, Juan Gustavo Cobo Borda, León de Greiff, Giovanny Quessep, Rafael Pombo, José Manuel Arango o Porfirio Barba Jacob. O escritores y poetas actuales como Piedad Bonnett, Laura Restrepo, William Ospina, Jotamario Arbeláez, Darío Jaramillo Agudelo, Juan Gabriel Vásquez o Santiago Gamboa.
Visitar Bogotá y no subir al santuario Monserrate es como no ir a Bogotá o subir a pie al santuario Guadalupe (a ese no fuimos), pasando por la Casa Museo Quinta de Simón Bolívar. Tomamos un funicular (el teleférico estaba en reparación), es decir, un bus eléctrico que, como el vagón de un metro, sube de manera casi vertical, con capacidad para 80 personas de pie (creo éramos más), hasta arribar a la cima de la montaña desde donde se contempla, imponente, la ciudad de Bogotá, a una altura de más de 3 mil metros sobre el nivel del mar: una inmensa mole de ladrillos y cemento, de grandes y variados edificios, construidos en diversos estilos arquitectónicos, que van desde el brutalismo al modernismo. En la cima de la cordillera, hicimos el recorrido a pie, leyendo las estaciones de Cristo (en cada una hay una escultura representativa de la pasión y crucifixión de Jesucristo). Hay dos restaurantes de enorme belleza y ecológica presentación, tiendas de artesanías, una iglesia y una capilla, donde hacen varias eucaristías cada día. Subir allá, hasta la cúspide, no está apto para pacientes cardiacos ni para hipertensos, en razón de la altitud, pero el viaje sirve de sanación y curación, y para hacer maravillosas fotografías. Algunos hacen penitencias y, los más devotos, lo suben de rodillas o a pie.
Bogotá es una ciudad lluviosa (llovió todos los días, nos dijeron que en esta época llueve mucho, pero que hubo una época se sequía, nos dijo William Ospina), montañosa y fría. La temperatura estuvo oscilando entre los 11 y 12 grados, por lo que hay que salir abrigados. Los taxistas de uber no cierran totalmente los vidrios de sus carros, pues no usan aire acondicionado. Los carros, en su mayoría, son pequeños (hay pocas yipetas) y mecánicos (casi no hay carros automáticos). Pero la ciudad capital, su zona colonial e histórica, es un museo vivo, un patrimonio arqueológico e histórico, rico en arquitectura, con hostales, hoteles, conventos y palacios civiles y monumentales, que reflejan espléndidamente lo que fue la Gran Colombia.
Caminar por las calles, avenidas y callejuelas en el barrio de La Candelaria es una experiencia grata, pues se siente la respiración de su cultura y su arte. Hay ventas de artesanías, frutas, obras de arte, música, libros en las calles y las aceras, y hasta de coca –que anuncian por unas bocinas sin miedo ni rubor–, como remedio para los dolores musculares y de las articulaciones. También hay enormes edificios coloniales, iglesias, catedrales, conventos, edificios públicos y estatales, y una plaza mayor rodeada de una bella catedral neogótica. Tratamos de ver –a sugerencia de un viejo amigo colombiano, que nos dio un paseo por sus lugares preferidos– un museo llamado Fragmentos, Espacio de Arte y Memoria, donde se exhiben las armas que entregaron las FARC (sobre las que los visitantes caminan), pero estaba cerrado por reparación. Se trata de un museo que rinde honor a las víctimas del terrorismo y que representa un memorial escalofriante de una época de horror de Colombia, según nos dijo. Se quedó como excusa para volver. Aproveché y compré la edición conmemorativa (filológica y de colección) del centenario de la publicación de la novela de la selva, La vorágine, de José Eustasio Rivera, que leí en el bachillerato, y que ya empecé a leer. Mi amigo me la recomendó y me confesó (no creo sea una herejía), que le gustó más que Cien años de soledad. Sí sé que es precursora de Gabo, por su exotismo y exuberancia verbal. También me instó a leer Opio en las nubes, la novela de culto de los jóvenes escritores colombianos, de Rafael Chaparro Madiedo, muerto prematuramente a los 31 años, en 1995, lo cual lo hace un mito, un escritor malogrado y el autor de una novela experimental.
Al día siguiente de nuestro arribo a Bogotá, salimos temprano a visitar la Feria del Libro, que se realiza en varios galpones techados, repletos de libros y stands. Hicimos un recorrido como sabuesos en busca de novedades librescas. Pasamos por el stand de la República Dominicana y dejamos un par de nuestros libros. Nos sorprendió la enorme muestra de novedades de editoriales sudamericanas, españoles, y de editoriales independientes y emergentes (algunas de las cuales no llegan a Santo Domingo). Al otro día, por la noche, participamos de la lectura en el Teatro Colón, lugar de una espléndida arquitectura, asientos, techos y escenario de aire clásico, de alfombra roja, de varios niveles de balcones y forma ovalada. Participamos en la lectura de poesía del 33º Festival Internacional de Poesía de Bogotá, con la intervención de poetas de Argentina, Finlandia, Colombia, República Dominicana, Cuba y España. Después de la lectura en el teatro, participamos, de un recital poético en el bar Las Américas-El Dorado, donde leímos junto a tres poetas colombianos, moderado por el editor y narrador, Larry Mejía, nuestro anfitrión esa noche. Compartimos junto al amigo y escritor William Ospina, en la noche, entre tragos, camaradería, ajiaco y bandeja paisa. Los días bogotanos fueron de enorme satisfacción y de reencuentro con amigos poetas colombianos como Jotamario Arbeláez, William Ospina y Larry Mejía. Bogotá no se acaba nunca. Lástima que las noches no son como los días, pues los restaurantes y los bares cierran temprano y las personas cambian su hospitalidad por la suspicacia y la paranoia. Es natural, ya que se trata de un país victimizado por la violencia, los secuestros, el terrorismo y el narco, fenómenos que dejaron como secuela miles de muertos, mutilados, huérfanos, y cementerios solo para las víctimas de militares, civiles y guerrilleros. Mi amigo me mostró un edificio donde estuvo –con otra estructura– la Embajada dominicana, que las FARC secuestró, el 1 de enero de 1980, durante varios meses, grupo al cual pertenecía el actual presidente, Gustavo Petro, cuyo mandato parece desvanecerse su popularidad, pues a todos los taxistas de uber a quienes les preguntábamos por su gobierno, nos decían horrores, sin ningún miedo mi titubeo. Todos esperan un cambio. Dicen que Petro fue un fiasco. Pero que su candidato a quien venció era peor, porque era de derechas, según me dijo mi amigo, un prestigioso abogado, que es asesor del Ministerio de Cultura, incluso. Nos dijeron que con este gobierno, están retornando, poco a poco, los brotes guerrilleros, y que algunos congresistas de las FARC, han preferido dejar sus curules para volver a las montañas, porque es más rentable, ya que el narcotráfico es preferible para ellos a hacer vida política pública. Si bien la época de Pablo Escobar no dejó ninguna sombra, también es cierto que los Acuerdos de Paz firmados en La Habana, el 4 de septiembre de 2016, entre Juan Manuel Santos y las guerrillas, ameritan una revisión y una ampliación, y el pago de culpas recíprocas, que no fueron cumplidas.
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