En su estado originario el hombre desplegaba su cotidianidad sin reglas restrictivas en su ilimitado espectro de libertades, pero amenazado por el salvajismo de la ley del más fuerte, siendo esto último la causa que lo condujo a asociarse políticamente en un pacto social, con la finalidad de que su vida, su libertad y sus bienes fueran resguardados de las agresiones y conflictos que se generan en el seno de la comunidad, y en ese tenor concierta un contrato social en que el Estado se obliga a proveer la protección que garantice la convivencia entre todos, reconociendo, en primer término, la preeminencia de unos derechos fundamentales que son inherentes al ser humano y que solo pueden ser restringidos cuando se torne absolutamente necesario para avalar la paz, y bajo las reglas legítimamente acordadas.
Idéntica reflexión ha fundamentado la necesidad de los Estados al sacrificar el alcance de su propia soberanía vista como la expresión del poder político que ilimitadamente posee una nación independiente, con la autoridad necesaria para tomar sus propias decisiones, a fin de propiciar mecanismos de protección de los derechos humanos, internos y externos, y abrir las fronteras para que el crimen organizado sea perseguido por todos los confines, al tiempo de evitar que regímenes dictatoriales pudieran valerse de reglas domésticas amañadas para repetir el exterminio del nazismo alemán. Debemos admitir que el radio de ensanchamiento de la soberanía de los países hoy resulta más limitado a raíz de los convenios que rigen la relación de la comunidad internacional, pero, en cambio, los Estados disponen de medios eficientes, como lo es la cooperación judicial internacional, para perseguir y castigar, más allá de las fronteras, el crimen que perturba la paz social.
Para Raúl Cervini: “[…] la Cooperación Judicial Penal Internacional se concretiza cuando el aparato judicial de un Estado, que no tiene imperio sino dentro de la porción de territorio jurídico que le pertenece, recurre al auxilio, a la asistencia que le pueden prestar otros Estados a través de su actividad jurisdiccional”. En materia de asistencia mutua en materia penal, la Convención de la OEA, en primer lugar, identifica su objeto en su artículo 1, disponiendo que «Los Estados Partes se comprometen a brindarse asistencia mutua en materia penal, de acuerdo con las disposiciones de la presente Convención»; y, en segundo lugar, explicita su alcance precisando en su artículo 2 que «Los Estados Partes se prestarán asistencia mutua en investigaciones, juicios y actuaciones en materia penal referentes a delitos cuyo conocimiento sea de competencia del Estado requirente al momento de solicitarse la asistencia», sin que ello implique que la Convención faculte a un Estado Parte para emprender en el territorio de otro el ejercicio de la jurisdicción ni el desempeño de funciones reservadas exclusivamente a las autoridades de la otra Parte por su legislación interna.
Fue la imperiosa necesidad de combatir el crimen organizado lo que compelió a los Estados a convenir respecto a la cooperación judicial internacional. De ese flagelo, en 1975, la ONU ofreció una definición expansiva y muy general: “[…] el crimen organizado es una actividad criminal compleja y a gran escala ejecutada por grupos de personas, independientemente de cuan estrecha o suelta sea su organización, para el enriquecimiento de los participantes y a expensas de la comunidad y sus miembros. Frecuentemente, se logra a través de una implacable indiferencia hacia las leyes, incluyendo ofensas contra personas y, muchas veces, está asociado con corrupción política”. En este mismo contexto, basado en el miedo y la corrupción como componentes intrínsecos de la delincuencia organizada, afirma Peter Reuter, que la delincuencia organizada: “Es cualquier grupo que tenga una estructura corporativa, cuyo objetivo principal es obtener dinero a través de actividades ilícitas, frecuentemente manteniéndose a base de miedo y corrupción”.
La Constitución Dominicana, en su artículo 26, señala que: “La República Dominicana es un Estado miembro de la comunidad internacional, abierto a la cooperación y apegado a las normas del derecho internacional, en consecuencia: Reconoce y aplica las normas del derecho internacional, general y americano, en la medida en que sus poderes públicos las hayan adoptado; Las normas vigentes de convenios internacionales ratificados regirán en el ámbito interno, una vez publicados de manera oficial; Las relaciones internacionales de la República Dominicana se fundamentan y rigen por la afirmación y promoción de sus valores e intereses nacionales, el respeto a los derechos humanos y al derecho internacional…”. Es decir, que, en alusión a la conocida locución latina, ya asimilada como principio, “pacta sunt servanda”-lo pactado obliga- estamos compelidos a cumplir con cualquier requerimiento que se nos formule por la vía de la cooperación judicial internacional, en tanto se cumpla con las reglas y procedimientos establecidos.
En materia penal, la cooperación judicial internacional está reglada en el artículo 155 y siguientes del código procesal dominicano, consignando el primero, que “Los jueces y el ministerio público deben brindar la máxima cooperación a las solicitudes de las autoridades extranjeras siempre que sean formuladas conforme a lo previsto en los tratados internacionales y en este código. En los casos de urgencia, el juez o el ministerio público, según corresponda, pueden dirigir, por cualquier medio, requerimientos de cooperación a cualquier autoridad judicial o administrativa, en cuyo caso informa posteriormente a la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores”. Siendo que el cumplimiento de las obligaciones contraídas con la comunidad internacional se corresponde con la actitud de un Estado responsable, entonces ningún enojo deberían despertar los actos del Estado dominicano que, por demás está decir, se ha caracterizado por sus reiterados gestos de solidaridad.