El anuncio de RD$4,000 millones para “poner aceras y contenes” suena, en el papel, a justicia urbana. En la calle suena distinto: a promesa que suele convertirse en frágil rumor de cemento. Si algo hemos aprendido es que no basta con vaciar hormigón; hace falta criterio. No porque seamos quisquillosos, sino porque detrás de cada centímetro de acera hay una vida que transita: niños, comerciantes, mujeres, ancianos, personas con movilidad reducida. en fin, transeúntes.
En muchos pueblos dominicanos la realidad consiste en aceras de un solo paso, contenes que parecen muros y esquinas sin rampas. Postes, letreros y basureros brotan en el medio del paso como si fueran parte del mobiliario urbano por accidente deliberado. El peatón termina refugiándose en la vía, con las ruedas de los carros marcando el compás de su vulnerabilidad.
Peor aún, la acera se ha vuelto rehén de la marquesina: en vez de ser lisa y continua, se interrumpe en cada casa para dar paso al vehículo. La pendiente que debería resolverse dentro de la propiedad privada termina invadiendo el espacio público. El resultado es un camino quebrado, donde el peatón debe bajar y subir como si la calle fuera un obstáculo natural. Esa práctica, además de ilegal, degrada la función misma de la acera: proteger al caminante.
Un contén demasiado alto o una rampa mal diseñada puede parecer un detalle menor, pero en la práctica excluye a miles de dominicanos de la vida urbana.
Hoy, en muchas calles, las aceras son angostas o discontinuas, los contenes parecen muros y las rampas brillan por su ausencia. Peores aún son las interrupciones provocadas por entradas a marquesinas: la pendiente de acceso se resuelve fuera de la propiedad, invadiendo y quebrando la acera. El peatón (niños, adultos mayores, personas con discapacidad) termina cediendo su paso al vehículo privado.
“Las ignorancias del presidente las suplen los ministros”. Escribió el insigne dominicano Alejandro Angulo Guridi. No es un capricho técnico pedir estándares mínimos. Exigimos medidas claras y aplicables ajustadas a las normas internacionales para aceras y contenes:
- a) Mínimo recomendado: 1.50 m permite el cruce de dos personas (ej. madre con niño y otra persona).
- b) Óptimo en áreas comerciales o de alto flujo: 2.00–2.50 m, espacio para peatones + vitrinas + mobiliario urbano.
- c) Zonas céntricas y avenidas principales: hasta 3.00 m o más, cuando el tránsito peatonal lo demande.
- d) Contenes entre 10 y 15 cm de altura.
- e) Rampas en esquinas con pendiente adecuada (máx. 8%) y superficies antideslizantes.
- f) Aceras lisas y continuas: las pendientes para accesos a marquesinas deben resolverse en el interior de la propiedad, sin invadir el espacio público.
No pedimos lujos presidente Abinader: pedimos lo elemental para que caminar por la calle deje de ser un riesgo y vuelva a ser un derecho. Que los RD$4,000 millones no sean un gesto efímero, sino una apuesta por calles pensadas para los que las usan, no para los que las inauguran. “Primero la gente”, escribió el Doctor Peña Gómez.
Si estos RD$4,000 millones terminan en lo de siempre (hileras de cemento improvisado) habremos perdido más que dinero. Porque construir aceras no es “hacer obras”, es reconocer la dignidad del peatón: el niño que va a la escuela, la madre que lleva de la mano a su hijo, el anciano que camina despacio, el ciudadano que no quiere arriesgar la vida en el asfalto.
Cada acera mal hecha no solo es un error técnico, ingenieril, medioambiental y de salud, es un mensaje: el peatón es ciudadano de segunda. Es obligarlo a caminar entre carros, arriesgar la vida en calles que debieron protegerlo. Es simplemente el costo del descuido.
Un contén demasiado alto o una rampa mal diseñada puede parecer un detalle menor, pero en la práctica excluye a miles de dominicanos de la vida urbana.
Una inversión que deber ser dignidad. El problema no es siempre la falta de dinero; es la ausencia de estética cívica y de supervisión. Con supervisión, los RD$4,000 millones pueden construirse pensando en duración, accesibilidad y mantenimiento. Sin ella, se convierten en un desfile de parches: aceras levantadas mal, bajantes obstruidos, rampas que desembocan en el aire. Ese es el desperdicio real, no el cemento, sino la oportunidad de cambiar la cotidianidad de la gente.
Exijo, como ciudadano que camina y observa: que los proyectos incluyan planos y especificaciones claros; que haya supervisión técnica independiente; que cada obra contemple accesibilidad universal; y que exista un plan de mantenimiento. No pedimos opulencias: pedimos lo básico y correcto.
Que la inversión no sea una excusa para el gesto, sino una apuesta por la convivencia urbana. Que esos millones no sean el largo aplauso del poder, sino el comienzo de calles pensadas para quienes las usan, no para quienes las inauguran. Caminar es un acto público; la acera debería ser su escenario. No dejemos que termine siendo apenas el rumor de un proyecto mal hecho.
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