Con una cadencia implacable, en los últimos dos meses hemos sido testigos —tras un discreto silencio inicial— del surgimiento de un coro cada vez más estridente que cuestiona sin piedad los procesos de compras del Instituto Nacional de Bienestar Estudiantil (INABIE). Voces que, revestidas con el fingido ropaje de defensores de gremios empresariales o supuestos paladines de las Mipymes, y alentadas por opinólogos de cabina, han asumido con sorprendente vehemencia y un tono lamentablemente familiar el papel de un verdadero caballo de Troya: su propósito soterrado es deslegitimar la gestión del ingeniero Víctor Castro al frente de esta institución clave del Estado dominicano.
Recurro a esa metáfora clásica porque define con precisión lo que estamos presenciando: un ardid que promete transparencia y defensa del contribuyente —es decir, velar por el interés colectivo—, pero que, en realidad, busca socavar con sigilo la credibilidad y la impecable labor (hasta que se demuestre lo contrario) de los programas que el INABIE sostiene con los impuestos de todos.
En esta primera entrega de nuestra defensa de la gestión actual del INABIE, me presento como testigo de excepción y someto cada afirmación a la sana crítica. Invito a quienes lo deseen a interpelar mis argumentos y aportar pruebas que planteen duda razonable. Esa es la esencia del debate honesto y la piedra angular del debido proceso.
Para quienes exijan datos concretos —y con razón, pues toda palabra sin contraste corre el riesgo de ser vilipendiada como mera opinión—, apunto el camino: ingresen al Portal Transaccional de la Dirección General de Compras y Contrataciones (DGCP) y revisen, expediente por expediente, el historial de los procesos del INABIE. Allí hallarán, sin aditivos ni maquillaje, las actas, pliegos y adjudicaciones que certifican la transparencia bajo la dirección del ingeniero Castro. De esos hechos, y no del estruendo mediático, dependerá el juicio de la ciudadanía y de la historia.
Conviene detenernos en la profunda carencia de sustento fáctico que acompaña muchas denuncias y diatribas contra servidores públicos o entidades estatales, indiferentemente de la Administración en turno. No se trata de lapsus inocentes, sino de una deformación sistémica que corroe un ecosistema informativo donde cualquier micrófono —por mínimo que sea— se arroga el derecho de juzgar sin evidencia, linchar reputaciones y ganar notoriedad a costa de la integridad ajena.
En la era de la glorificación tecnológica y de la velocidad supersónica de los mensajes, numerosos medios dejan de informar para convertirse en instrumentos de manipulación. Atrapados entre intereses empresariales, agendas políticas y la tiranía del rating, sacrifican el rigor en el altar del sensacionalismo. Esa deriva erosiona el juicio colectivo, desinforma a la ciudadanía y consagra el espectáculo por encima de la verdad comprobable. No sorprende, pues, que tantos se sientan huérfanos de referentes confiables.
Frente a esa orfandad de credibilidad, resulta impostergable reivindicar el pensamiento crítico, contrastar fuentes y restaurar el compromiso ético del periodismo. Solo así podremos rescatar la conversación pública del lodazal de la posverdad y devolver a los ciudadanos el derecho a un debate cimentado en hechos, no en intereses subrepticios.
Las denuncias contra funcionarios y entidades públicas deben examinarse con rigor implacable, libres de ataduras encubiertas que, tarde o temprano, quedan al descubierto. La mayoría de esos señalamientos carece de sostén empírico y dista de ser un error aislado; revelan, más bien, una deformación sistémica que somete a las instituciones a juicios sumarios en medios y redes sociales, copados hoy por oportunistas sedientos de protagonismo. Su arma: la desfachatez de las palabras y los gritos de vulgaridades que son como los adornos obligados de sus denuncias y acusaciones, protegidos entre la maraña de intereses aparentemente impenetrables.
Así se consolida un círculo vicioso: la información vira en espectáculo, el análisis deviene lapidación y la discusión pública se convierte en un carnaval de espejos. De ahí la urgencia de cultivar el pensamiento crítico, contrastar cada dato y recuperar la ética periodística. Solo cumpliendo esa tarea —ineludible si aspiramos a un periodismo al servicio de la verdad— lograremos alejarnos de las descalificaciones estériles y del rumor infame —a menudo bien remunerado— que brota como lava corrosiva de tantos micrófonos manejados por consumados ventrílocuos.
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