Bajarás por la Avenida Lincoln como si te tiraras de un trampolín. Al fondo el mar, la Feria de la Paz, donde irás a parar si la inteligencia no te advierte que primero hay que doblar por la Independencia o por la José Contreras o acabar pasando la página de aquel poema de Homero en Dr. Vertiz, al que siempre volverás, como al último colmado abierto de Santo Domingo a ver si alguien podrá aliviarte con los sacos de tristezas que llevas en el baúl y que no quieres dejar a la intemperie.
Bajarás con “Black Star” a todo volumen. Como siempre, ya todo estará perdido. Santo Domingo, consumiéndose en sus bordes de cartón. Tú debatiéndote sobre cuál estrella negra, de si Radiohead o la que suponías bien orondo en una servilleta de aquella pizzería donde todo estaba ya decidido. ¿Pero te preguntaste por la tuya? ¿Tendrás una? ¿Una estrella de esas que aunque negras, te iluminen el arribo a tu apartamento, tu azotea, tu cama ya tan helada, que ni en una de las Plazas de la Salud que tuvieras?
Vista desde la Rómulo, en la bajada de la Lincoln está el cielo más amplio, el ejército de fantasmas que una vez sucumbió en el mar al fondo, la ciudad dividida, escindida como si algún pueblo escogido se pasase los siglos yendo y viniendo por esa avenida sin saber qué hacer con unos dioses al final enloquecidos. Tal vez estés tan frustrado como aquella vez que no pudiste hacer nada en el Level tercero de un Sodoku.
En los extremos de la Lincoln tengo amistades como mangos, residencias que exigen verdaderos malabares a la hora de acceder por la dimensión de las yipetas, las neveras llenas, los relojes oxidados mientras al fondo algún baladista exigirá que “reloj, no marques las horas”.
Cruzarla es pasar una página, aprenderse la termodinámica de las calles de dirección única, de los edificios que se levantan y se derrumban al calor de los siguientes cuatro años de gobiernos y sus nuevos millonarios, visitar a los ilusos y agobiados de Bella Vista, a los deprimidos y esperanzados del Barrio Los Maestros, a los no se sabe qué del Arroyo Hondo Viejo, Nuevo, Boyante, Esfumado, Puerta-Hiérrico, a los que en los Jardines acaban estrellándose frente a uno de los chimichurris con todas las salsas en el Boulevard de Los Chimichurris frente a TeleAntillas. Pero mejor todo que seguir bregando con tantos microbios en San Carlos.
Si desde algún meteorito pudiéramos calibrar las fulguraciones de Santo Domingo, no pensaría ni en el Faro a Colón ni en el Diandy 49 ni en ninguno de esos edificios de la cartografía pelediana-perremiana o balagueriana, sino en esta raya tan amplia que es la bajada de la Lincoln. Evocaría ese hilo que iba desde la Librería Thesaurus hasta la Funeraria Blandino y que al final se quedó en los predios de esta última, como todos los hilos de la vida de Santo Domingo.
En mi playlist sigue sonando “Black Star”, no con Radiohead sino con Rosie Carney, que es más suave, más Mazzy Star, tan suave y embaucador como el Pastisse de Marseille que igualmente me estoy tomando, aunque sea de noche, y sí, qué cosas, tomando aperitivos cuando deberías estar tomándote tu melatonina y tratar de dormir, de no seguir con este bajar por la Lincoln que es como una de las metáforas para sentir el Santo Domingo más caduco, extraviado en tus sentidos, con chorro de gente que alguna vez llegará a tu casa y te dejará un mensaje hace como tres años que sí, que está “cruzando” por la Lincoln, cuando en verdad estaban bajando por ella. Pero no importa. Dará lo mismo. Que cada quien baje o llegue o desaparezca cuando lo considere conveniente. La bajada de la Lincoln seguirá siendo eso: una bajada, una apuesta o propuesta de lo que a usted se le ocurra, que para eso están todas las ciudades de este cosmos.
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