El arte, en sus múltiples manifestaciones, ha acompañado siempre la búsqueda humana de sentido y no es casual que la filosofía estoica, fundada por Zenón de Citio en los pórticos de Atenas hacia el siglo IV a. C., y perfeccionada por Crisipo de Solos en su fase teórica, y en Roma por Séneca, Epicteto y Marco Aurelio en su dimensión práctica y moral, ofrezca una mirada que puede iluminar la experiencia estética. Por consiguiente, el estoicismo, con su énfasis en la virtud, la serenidad y la aceptación del orden natural, abre un horizonte para pensar el arte no solo como expresión de belleza, sino como disciplina del espíritu.
Para los estoicos, la vida virtuosa exige entrenar la percepción y observar con detenimiento el mundo sin dejarse arrastrar por pasiones desmedidas y esto es una forma de sabiduría. En este sentido, el arte se convierte en un aliado y en un ejercicio de atención: contemplar una pintura, escuchar una sinfonía o presenciar una obra de teatro demanda concentración y disposición interior, por lo tanto, la experiencia estética puede ser un ejercicio de “prosoché”, esa vigilancia constante de la mente que el estoicismo recomienda.
El arte también nos recuerda la fugacidad de las cosas en lo relativo a la belleza y la transitoriedad. Una escultura desgastada por los siglos o una melodía que se extingue en el aire simbolizan lo efímero de la existencia y para un estoico, esta caducidad no es motivo de lamento, sino de aceptación, el arte, entonces, no solo representa lo bello, sino que enseña a convivir con la impermanencia, a hallar serenidad en la transitoriedad.
El artista, al crear, encarna el ideal estoico del dominio sobre sí mismo. El escultor que pule el mármol, el poeta que revisa incansablemente sus versos o el pintor que se disciplina frente al lienzo muestran que la libertad auténtica nace de la disciplina interior, en tal virtud, el arte no surge del desorden pasional, sino de la armonía entre la inspiración y el autocontrol, entre el impulso creador y la razón que lo dirige.
Séneca sostenía que la filosofía es medicina para el espíritu y el arte cumple una función semejante, es medicina del alma: consuela, eleva y fortalece. Una tragedia puede purificar a través de la catarsis, una pintura puede despertar calma, un poema puede recordarnos que no estamos solos en la lucha contra el dolor y la función terapéutica del arte coincide con la aspiración estoica de alcanzar la ataraxia, esa paz inquebrantable ante las vicisitudes de la vida.
En cuanto a los artistas influenciados por el estoicismo o con espíritu estoico, se pueden mencionar a Peter Paul Rubens, Rembrandt Harmenszoon van Rijn, Jacques-Louis David, Joseph-Marie Vien, Jean Recine, William Shakespeare y Pierre Corneille. En tal virtud, muchos pintores barrocos y neoclásicos, y varios dramaturgos renacentistas y clásicos, encontraron en el estoicismo un modelo de virtud, heroísmo y serenidad frente a la adversidad.
Por lo tanto, el diálogo entre arte y estoicismo nos invita a pensar en una estética de la serenidad. No se trata de un arte complaciente, sino de un arte que, sin negar la dureza de la existencia, ofrece un espacio para la reflexión y la fortaleza interior, así, tanto el creador como el espectador encuentran en el arte un camino hacia la sabiduría estoica: aceptar lo inevitable, cultivar la virtud y descubrir, en medio del caos del mundo, un orden secreto que nos reconcilia con la vida.
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