Al cerrar junio, el Tribunal Constitucional declaró inadmisible la primera acción directa de inconstitucionalidad presentada en contra de la Constitución dominicana del 27 de octubre de 2024, mediante la cual se buscaba atacar su disposición transitoria décima, que establece que el actual presidente de la República “nunca más podrá presentarse al mismo cargo, ni a la Vicepresidencia de la República”.

La corte fundamentó su decisión principalmente en dos argumentos, uno de índole procesal –que la acción directa de inconstitucionalidad es un proceso reservado exclusivamente para atacar disposiciones infraconstitucionales (artículo 185.1 de la Constitución)– y otro de índole sustantiva –que la Asamblea Nacional Revisora es el único órgano habilitado para modificar el texto constitucional (artículo 267 de la Constitución)–. La decisión, contenida en la sentencia TC/0407/25, reitera el criterio establecido por el propio Tribunal Constitucional en sus sentencias TC/0352/18 y TC/0034/25, así como por la Suprema Corte de Justicia en su sentencia núm. 1, del 1 de septiembre de 1995, fallos emitidos en ocasión de las reformas constitucionales de 2015, 2010 y 1994, respectivamente.

Con estos invariables precedentes, acciones de naturaleza similar que se presenten en contra de la Constitución dominicana deberían tener el mismo desenlace procesal. Sin embargo, podría llegar un momento crítico en nuestro devenir institucional durante el cual se busque revertir el criterio del Tribunal Constitucional con la intención de desbloquear los candados introducidos en la reforma de 2024 respecto a la reelección presidencial. Si bien en esta ocasión la acción directa de inconstitucionalidad se presentó de forma marginal, después podría provenir desde el centro mismo del poder político.

Así ha ocurrido en los últimos años en América Latina. Por ejemplo, en 2015, la Corte Suprema de Justicia de Honduras declaró inconstitucional el artículo que prohibía la reeleción presidencial, permitiéndole a Juan Orlando Hernández reelegirse dos años más tarde. En 2017, el Tribunal Constitucional de Bolivia suspendió las disposiciones constitucionales que ya le habían permitido tres mandatos presidenciales consecutivos a Evo Morales, para habilitarle una vez más la relección. En 2021, la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador revirtió su propio criterio y le habilitó la reelección inmediata a Nayib Bukele para el año 2024.

Interpretaciones constitucionalmente desviadas como las anteriores no solo pueden provenir de cortes constitucionales. En 2009, Hugo Chávez logró levantar el límite de reelecciones presidenciales mediante la celebración de un referendo en Venezuela. En 2014, Daniel Ortega consiguió que la propia asamblea revisora le permitiera mantenerse en el poder en Nicaragua. Y, en 2015, Rafael Correa logró que la asamblea revisora le rehabilitara a futuro en Ecuador.

Contrario a esta muestra de casos latinoamericanos, no se puede afirmar de manera rotunda que los presidentes dominicanos de las últimas décadas hayan recurrido a interpretaciones constitucionalmente desviadas para mantenerse en el poder, pues, aunque Hipólito Mejía, Leonel Fernández y Danilo Medina impulsaron en su momento las reformas constitucionales de 2002, 2010 y 2015 con el propósito de reelegirse o rehabilitarse, todos lo hicieron dentro del marco de lo constitucionalmente establecido. Es decir, fueron las propias reglas constitucionales las que facilitaron estas reformas.

Tal permisividad cambió significativamente a partir de la reforma de 2024, con la cual se reforzó la estabilidad de las reglas de elección presidencial, al incluirse estas entre las materias sobre las que ninguna modificación a la Constitución puede versar (artículo 268 de la Constitución) y al disponerse, además, que las reformas constitucionales no pueden beneficiar a los funcionarios de turno (artículo 278 de la Constitución). Solo una interpretación constitucional que se desvíe de estas dos disposiciones exculparía al presidente que en lo adelante busque perpetuarse en el poder más allá de los dos períodos consecutivos permitidos (artículo 124 de la Constitución).

Por eso la importancia de rescatar la idea de la cultura constitucional como complemento determinante de la sinceridad y la continuidad, figuras abordadas en las dos primeras entregas de esta serie de artículos. La cultura constitucional hace referencia al conjunto de actitudes y prácticas que materializan los preceptos constitucionales, las cuales pueden oscilar entre un fiel apego y un deliberado apartamiento del espíritu constitucional. Solo con una cultura constitucional enraizada en el seno mismo del pueblo –en el ánimo de cada ciudadano– y ramificada hacia los asambleístas y magistrados constitucionales se podrá evitar en el futuro de la República Dominicana el quebrantamiento de la Constitución a manos de un alto mandatario que active mecanismos pseudoconstitucionales con el fin de perpetuarse en el poder.

Por lo pronto, es apropiado celebrar que esta vez la cultura constitucional fue realzada por el impulso del propio presidente de la República, quien, con una mayoría histórica en el Congreso Nacional, propuso una reforma constitucional para limitarse el poder a él y a sus sucesores. Con este hito, la observación de Lord Acton de que “el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente” se fue de vacaciones por República Dominicana: el Ejecutivo le compró un pasaje de ida, el Legislativo le hospedó en uno de nuestros renombrados hoteles cinco estrellas y el Constitucional le extendió su estadía de manera indefinida. Esperemos que se trate de su retiro definitivo en alguna de nuestras playas internacionalmente reconocidas.

Noel Sued Canahuate

Abogado, servidor público y profesor de Derecho Constitucional en la PUCMM.

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