«Cada sueño encuentra su forma; hay una bebida para cada sed y amor para cada corazón. Y no hay mejor manera de pasar tu vida que en la preocupación incesante de una idea, de un ideal». -Gustave Flaubert-.

Mi papá tiene maneras pintorescas de refrescar acontecimientos relacionados a mi existencia; lo hace con una maestría poética y la dulzura con la que sus labios expresan el amor de padre marcado por el brillo de sus tiernos ojos, que son dignas de plasmar en un Rembrandt. Dice muchas cosas, algunas parecieran sacadas de un cuento, una novela o una película, pero en todas las historias resurge la versión del hombre que supo desde mi nacimiento que iba a marcar una ruta diferente a la de todos sus hijos.

Quizá por ello siempre fui el consentido, el dueño de su tiempo, de su espacio y su confianza. “Estas vivo para algo”. Inicia su discurso cuando va a referirse a mis andanzas de infancia, al presente y la visión que tiene sobre mi futuro. A pesar de no haber alcanzado el cielo y ni lograr ser ese hombre de prestancia social al que él siempre aspiró, pude, gracias a sus consejos, el apoyo de amigos y las buenas relaciones, sacudirme el polvo y escapar de la rutina de un hombre nacido para morir en las manos de la miseria.

Esta reflexión la había destinado al miércoles 9 de abril, día en que alcancé el cúmulo de nueve lustros, marcados por un largo camino, una infancia difícil, una adolescencia escasa y una adultez turbulenta, prematura y extremadamente dura. Sabía desde niño que soñar era gratis, pero despertar costaba sacrificio y constancia, también supe que desde mi lado de la balanza era casi imposible nivelar el peso de la báscula a favor del depauperado.

A mis doce años recién cumplidos fui separado de los niños y llevado al matadero municipal para ganarme en medio de la mugre un dinerito que sirvió de oxígeno a mis padres. Este evento marcó la diferencia y forjó en mí el carácter que me apartó de mis seis hermanos y todos mis amigos. El tiempo transcurre, y mientras, me embriagué, bailé, lloré, reí y me enamoré, como es natural fui casi feliz y, también, infeliz.

Tenía apenas veinte años cuando el embarazo de mi compañera de toda la vida me obligó abandonar mis estudios universitarios y dedicarme por entero al más importante de los retos en la vida de un hombre, criar y educar la extensión de mi nombre en la custodia de su madre. No hay manera de explicar con palabras lo que el amor es capaz de lograr cuando la vida pone en tus manos el destino de una criatura inocente, ni ríos comparados con el llanto generado por la incertidumbre de no saber qué hacer para que el látigo de la pobreza no lo azote tan fuerte como a mí.

Ya son cuarenta y cinco, mal pasados, pero bien vividos, con exceso y moderación, con hambre y saciedad. Cuatro décadas y media atravesando con tesón el pasillo de los que dejan huellas con sus genes y escriben, sin esperar inmortalizarse con pálidas ideas, su versión de las cosas. Mordazmente atacado, tiernamente defendido, vilmente humillado e irracionalmente querido. A mis cuarenta y cinco sigo siendo una parte de lo que se fue, aún creo en el amor, la amistad, la vida y la verdad y sueño con la misma pasión del niño que jamás volverá.

Joan Leyba Mejía

Periodista

Periodista, Abogado y político. Miembro del PRM.

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