El 17 de abril de 2025 se conmemoraron dos siglos de la deuda impuesta a Haití por Jean Pierre Boyer ante la monarquía de Carlos X, un episodio que marcó el destino de una nación libre y que aún hoy reverbera en la conciencia histórica y política de  ese país. En ocasión de esta efeméride, el Presidente francés Emmanuel Macron dispuso la creación de una comisión francohaitiana de historiadores para dilucidar los pormenores y las consecuencias de aquel acontecimiento.

La ordenanza de Carlos X, si bien reconocía formalmente la independencia de Saint-Domingue —ahora llamada Haití, en honor a su identidad indígena—, estableció una indemnización descomunal: 150 millones de francos oro, a ser pagados como compensación a los antiguos colonos, tanto criollos como metropolitanos. Una suma enorme que gravó con un peso insoportable la economía haitiana, cuyo esplendor productivo había sido desmantelado tras la salida definitiva de los franceses.

Volvamos al punto inicial: El jefe de Estado haitiano, Jean-Pierre Boyer, asumió dicha deuda pretendiendo representar no solo a la parte occidental, sino a la totalidad de la isla. Esta presunción, fundada en la ocupación militar de la parte española desde 1822, selló no solo el destino financiero de su propia nación, sino que, con osada arbitrariedad, arrastró a la parte oriental —la futura República Dominicana— a un vínculo forzado y profundamente injusto. Así comenzó un drama insular que es al mismo tiempo económico, político y moral.

La ordenanza de Carlos X, lejos de constituir un acto de justicia, fue una imposición que legalizó el despojo. Al reducir en 1838 el monto de la deuda a 90 millones de francos, Francia no corregía el abuso, sino que revestía de cortesía diplomática una extorsión inicial. El mal estaba consumado: se había exigido a un pueblo de libertos pagar por su emancipación, no en términos de moral ni derecho, sino bajo la lógica de los intereses perdidos de los antiguos colonos, criollos y metropolitanos. Esa deuda, que más que económica fue ontológica, hipotecó el porvenir de Haití y constituyó una paradoja jurídica: el esclavo debía pagar al amo por dejar de serlo.

Desde entonces, Haití fue arrastrada a una cadena perpetua de servidumbre financiera. En 1910, el National City Bank de Nueva York adquirió la deuda haitiana y con ella, La Banque Nationale d’Haïti, erigiéndose en depositario de las aduanas y custodio del erario público. Así, la dominación europea cedía el mando a una hegemonía financiera norteamericana, igual de insaciable, aunque más refinada en sus métodos. La ocupación militar de 1915 por parte de los Estados Unidos fue la culminación de ese nuevo tutelaje: un modelo de administración fiscal que garantizaba el pago a los acreedores a costa del desarrollo nacional. Haití dejó de ser una nación libre para convertirse en un apéndice financiero del capital foráneo.

En este contexto, la historia dominicana no puede considerarse ajena. Boyer, al firmar en nombre de toda la isla, intentó comprometer a la parte española —ocupada desde 1822— dentro del mismo acuerdo. Francia, no obstante, rechazó dicha pretensión, recordando que el Tratado de París de 1814 había restituido a España su soberanía sobre Santo Domingo, con la derrota de Waterloo quedaron sepultadas todas las obligaciones del tratado de Basilea. La ordenanza de Carlos X excluye a la porción dominicana de la isla.

Pero la maniobra haitiana no dejó de tener efectos prácticos: al asumir la carga de una deuda que no era suya, la parte oriental fue sistemáticamente explotada. Se le impusieron tributos, se le desmontaron sus bosques —la caoba, el campeche, el guayacán— y se le negaron vínculos diplomáticos con potencia alguna. Fue, en suma, una colonia interna dentro de otra colonia.

No existió afrenta más grave a la dignidad dominicana, como bien señaló Peña Batlle, que esa anexión de 1822 disfrazada de unificación anticolonial. Haití, nacida en el nombre de la libertad, se comportó como metrópoli de hierro frente a un pueblo que no compartía ni su pasado revolucionario ni su estructura ideológica. Y así, se pagó una deuda que no se contrajo, se sostuvo un régimen que no se eligió y se sufrió una ocupación que negaba la existencia misma de la nación dominicana.

Pero esta historia no se agota en el plano económico. Es también la tragedia del ideal republicano haitiano, que naufragó en sus propias contradicciones. Al proclamar su independencia en 1804, la Constitución de 1805 —redactada con pluma ardiente  por Boisrond-Tonnerre— estableció que ningún blanco podía residir en el país como amo o propietario. (Art. 12) Aquella disposición no solo excluía a los antiguos opresores, sino que prohibía el ingreso de cualquier europeo, aun inocente de la esclavitud. Se rompía así todo vínculo espiritual con la civilización occidental y se sellaba el nacimiento de una república fundada no en la reconciliación ni en el derecho, sino en la exclusión racial. El artículo 14, inscribía con tinta gruesa e imborrable el carácter negrocentrico del régimen: a partir de ahora los haitianos solo serán conocidos bajo la denominación genérica de negros.

La Constitución de 1805 se redactó en un contexto de violencia  redentora. Fue precedida de las matanzas de blancos conducida por Dessalines. Ante de proclamarla, el secretario de Dessalines, Boisrond Tonnerre, pronunció estas expresiones escalofriantes:

Para redactar el acta de independencia fue menester la piel de un blanco como pergamino, su cráneo como tintero, su sangre como tinta y como pluma, una bayoneta

Sobre las ruinas del antiguo régimen colonial, se erigió un nuevo orden despótico, basado en el absolutismo de los caudillos libertadores. De la epopeya emancipadora surgieron dos engendros institucionales: la monarquía militar de Dessalines, Christophe y el presidencialismo vitalicio de Pétion y Boyer formas nuevas de una vieja opresión. El Estado, dueño absoluto de las tierras expropiadas, fue administrado como botín de guerra por sus generales, sin visión de futuro ni estructura de nación, sin ideales de libertad y entregado a una cruel dictadura  . La Constitución haitiana fue una isla desde el punto de vista jurídico. En ninguna parte del mundo, tuvo seguidores. En ningún territorio del continente se privaba a las personas del derecho de propiedad, basándose en la raza.

Miles de colonos blancos que sobrevivieron al exterminio decretado por  Dessalines huyeron como náufragos de un imperio perdido. Santiago de Cuba se volvió un campo de luto, de arruinados y exiliados, donde más de 20,000 franceses llegaron entre 1791 y 1805. Otros tantos buscaron refugio en Jamaica, Charleston o Nueva Orleans, configurando una diáspora signada por la nostalgia y el despojo. Esos criollos blancos y mulatos, que habían levantado con su ingenio la más rica colonia del Caribe, convirtieron a Cuba en la azucarera del mundo; establecieron plantaciones cafetaleras  en la sierra maestra, en el Escambray; impulsaron el cultivo del tabaco, cacao y algodón. Así lo refieren los historiadores cubanos: Fernando Ortiz en Contrapunteo del tabaco y del azúcar; Manuel Moreno Fraginals, en El ingenio y Ramiro Guerra y Sánchez, en Azúcar y población en las Antillas.

La República Dominicana, al erigirse después como nación, se enfrentó a esa historia no con romanticismo, sino con conciencia. Supo desde su origen que no bastaba con independizarse de España; había que diferenciarse también del experimento haitiano, que confundía libertad con caos, independencia con anarquía, y justicia con exterminio.

Nuestra independencia fue, al mismo tiempo, una afirmación de identidad política y una ratificacion de pertenencia  a la tradición hispanoamericana. No se trataba de negar la justicia social ni la libertad, sino de restablecer la ley, la jerarquía, la nación como forma cultural.

Hoy, al cumplirse dos siglos de aquella deuda infame, corresponde a la comunidad internacional —y en particular a  Francia— asumir su responsabilidad histórica. No se trata de filantropía ni de gestos simbólicos ni de discursos grandilocuentes y promesas vacías. Se trata de justicia: de reparar una violación flagrante del principio de soberanía. Si Alemania reconoció su culpa histórica ante el pueblo judío, si Estados Unidos debate hoy la reparación a sus afrodescendientes, Francia no puede seguir evadiendo su deuda moral con Haití.

La comisión franco-haitiana de historiadores tiene ante sí una misión grave y sagrada. No basta con documentar el agravio; es preciso desagraviarlo. La historia, cuando se convierte en conciencia, se transforma en justicia. Y solo así podrá la memoria reconciliarse con el porvenir.

La deuda contraída por Boyer en 1825 es un crimen diplomático revestido de legalidad. Fue la legitimación del saqueo, la ratificación de una injusticia y la condena de un pueblo a la miseria perpetua. Más aún: arrastró consigo a la República Dominicana en una forma silenciosa de servidumbre tributaria. Ante esa realidad, no cabe el silencio ni la indiferencia. La historia exige reparación. La justicia exige memoria. Y la conciencia universal demanda que se restituya a Haití —y por extensión a los dominicanos afectados por esa deuda ajena— la dignidad que les fue arrebatada.

Manuel Núñez Asencio

Lingüista

Lingüista, educador y escritor. Miembro de la Academia Dominicana de la Lengua. Licenciado en Lingüística y Literatura por la Universidad de París VIII y máster en Lingüística Aplicada y Literatura General en la Universidad de París VIII, realizó estudios de doctorado en Lingüística Aplicada a la Enseñanza de la Lengua (FLE) en la Universidad de Antilles-Guyane. Ha sido profesor de Lengua y Literatura en la Universidad Tecnológica de Santiago y en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, y de Lingüística Aplicada en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Fue director del Departamento de Filosofía y Letras de la Universidad Tecnológica de Santiago y fue director del Departamento de Español de la Universidad APEC. Autor de numerosos textos de enseñanza de la literatura y la lengua española, tanto en la editorial Susaeta como en la editorial Santillana, en la que fue director de Lengua Española durante un largo periodo y responsable de toda la serie del bachillerato, así como autor de las colecciones Lengua Española y Español, y director de las colecciones de lectura, las guías de los profesores y una colección de ortografía para educación básica. Ha recibido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Ensayo de 1990 por la obra El ocaso de la nación dominicana, título que, en segunda edición ampliada y corregida, recibió también el Premio de Libro del Año de la Feria Internacional del Libro (Premio E. León Jimenes) de 2001, y el Premio Nacional de Ensayo por Peña Batlle en la era de Trujillo en 2008.

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