La noticia de que República Dominicana es uno de los países con mayor crecimiento económico, con un aumento acumulado del 5.1 % en el período enero-septiembre, según datos del Banco Central, no llega a Fundo Viejo. Y si llegara, poco importaría.

Ese crecimiento, reconocido incluso por organismos internacionales, no alcanza para construir un puente que conecte a los residentes de ese aislado y singular pueblito con la tan cacareada modernidad, ni para una escuela digna.

Tampoco rinden los fondos del 4 % del PIB que República Dominicana destina anualmente a la educación. Entre 2013 y 2023, el 59.19 % de ese presupuesto (más de un billón de pesos en 10 años) se destinó al pago de remuneraciones y contribuciones sociales para empleados, mientras que apenas el 5.91 % (unos 104 mil millones de pesos) fue utilizado para construir planteles escolares.

Fundo Viejo no es un lugar ampliamente conocido ni destacado a nivel nacional. Es uno de esos parajes que muy pocas personas identifican por su nombre y que solo unos cuantos se atreven a visitar.

Pero hay quienes se atreven, y quienes recuerdan que ese crecimiento económico que tanto se celebra a menudo se queda en el papel… si acaso.

Vianco Martínez, cronista apasionado y curtido en el quehacer periodístico, nos lo recuerda de manera sencilla, pero contundente —como solo él sabe hacerlo—: nuestro país padece la más rampante inequidad. Lo hizo primero en agosto de 2016, cuando narró que la comunidad llevaba “38 años dando lástima por una escuela”. Ahora, en diciembre de 2024, nos confirma que esa espera se acerca, tristemente, a los 50 años.

Aquel rincón del distrito municipal Las Lagunas, en Padre Las Casas, parece abandonado de la mano de Dios, sin que autoridad alguna se interese. Quizás las 95 almas que lo habitan no representen votos suficientes para generar vientos de cambio y, por ende, poco importan a quienes cada cuatro años buscan ocupar un escaño, el cabildo o incluso la Presidencia de la República. Pero sí importan. Y sí cuentan.

El amigo Vianco dibuja con sus letras un retrato que duele: Jeurys y Talía, dos hermanitos que diariamente enfrentan el calvario de caminar varios kilómetros, loma arriba y loma abajo, desde Fundo Viejo, donde viven, hasta El Gramazo, la comunidad donde está la escuela más cercana.

“Tienen que cruzar este río —el Río Grande—, enfrentar la soledad y los peligros del camino, y exponerse a las inclemencias del tiempo, todo para llegar a clases”, nos cuenta Vianco. Pero no son solo ellos. Más de una veintena de comunidades sufren la misma enfermedad: pobreza y abandono. Solo hay diez escuelas en toda la zona. Ante la ausencia del Estado, los padres construyeron un puente improvisado con palos y sogas, para que sus hijos pudieran cruzar y también sacar sus cosechas.

Frágil desde su nacimiento, el puente muere cada vez que las lluvias hacen crecer el río, dejando nuevamente a la comunidad completamente aislada.

Así es la vida en Fundo Viejo y, sin temor a equivocarnos, en todos los Fundo Viejo del país, donde la modernidad es una palabra sin significado y el único crecimiento visible es el de la maleza.