Los primeros golpes en la puerta lo despertaron. Todavía por unos instantes, sus ojos parecieron apagarse, retroceder a las imágenes indefinidas de un sueño. Aquel ruido trajo a su espíritu una idea de explosión, quizá porque lo asoció en su mente con el caňón de un revólver. “¿Seňor C.?” Abrió los ojos, y durante algunos segundos aún, la gran mancha de humedad que se extendía en el techo tomó para él el aspecto de la Providencia, y se le figuraba como un ángel dorado que venía a salvarlo. “Soy el seňor Burgos. Abra la puerta” ¡Dios mío! Era el casero. ¿Cómo pudo quedarse dormido? Sabía perfectamente que esa mañana se presentaría temprano. La noche anterior había encontrado una nota pegada a la puerta en la que el mismo señor Burgos se lo avisaba, advirtiéndole, sobre todo, que, de no ponerse al día con el alquiler, sus cosas irían a parar a la calle. ¿Por qué no se fue entonces de inmediato, como tuvo intención? Bien pudo pasar la noche sentado en el parque, o caminando a ciegas por las calles. Cualquier cosa hubiese sido preferible a estar ahora allí tendido, inmóvil y sin respirar. “Se lo advierto, seňor C. tengo copia de la llave” Irguióse lentamente, apoyándose sobre los codos, y mientras reflexionaba sobre qué sería preferible hacer, tuvo la sensación de que ya había padecido antes aquella misma experiencia, acaso en sueño o en otra vida. “Sé que está ahí, seňor C. Le oí roncar” ¡Oh! ¡Cómo hubiera querido que se lo tragara la tierra! Había cerrado los ojos y parecíale como si se hundiera en la oscuridad de un pozo sin fondo, hacia abajo, todavía más abajo, cada vez más abajo… Un brusco forcejeo en la puerta hizo que saltara de la cama y quedara clavado en medio de la habitación, tambaleante, como si quisiera dar la impresión de un ser desvalido, apenas capaz de mantenerse en pie. Pero, aunque la manija se movía con violencia de un lado para otro, amenazando con romperse en cualquier momento, la cerradura no abría. ¿Mentiría el seňor Burgos al mencionar la copia de la llave? Después de una pausa y un corto resuello de impaciencia, volvieron a repetirse los golpes en la puerta. ¡Pum, pum, pum! Quería abrir, acabar de una vez, y algo lo ataba de arriba abajo, impidiéndole mover las manos, los pies, la lengua y hasta respirar. No obstante, a la larga su idea quedó confirmada: los golpes cesaron de repente, y entonces lo oyó alejarse. El ruido de las pisadas, de las llaves, de las frases entre dientes, fue bajando por la escalera lentamente, cada vez más asordinado, hasta que al fin pudo oír la puerta del vestíbulo al abrirse y cerrarse casi al mismo tiempo. Solo entonces respiró aliviado, y permaneció un momento sobrecogido, mirando la habitación como si la hubiese olvidado o estuviera en un lugar desconocido. La mesa, los libros, la máquina de escribir, la silla y la cama, flotaban en medio de un resplandor opaco, mientras de todo el edificio en calma llegaba la plena sensación de que cuantos allí había en sus cuevas, mantenían las orejas paradas en dirección a él. Sabía que si hacía algún ruido, el menor movimiento, quedaría pillado en el acto…
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