No hay nada que me aburra más como actor que no tener un reto frente a mí. Soy de los que necesita desafíos para mantenerse vivo en escena. Y encarnar al Diablo en Fausto, esa figura tan cargada de símbolos, miedos, fascinaciones y prejuicios ha sido un desafío y, al mismo tiempo, una gratificación.
Hacer del Diablo no es solo un riesgo actoral: es también un riesgo cultural, sobre todo en un país como el nuestro, donde aún persisten estigmas en torno a los personajes que se alejan de los modelos tradicionales de virtud. Algunos me han preguntado si no temí aceptar el papel. Otros, desde espacios religiosos o educativos donde también me desenvuelvo, incluso me recomendaron no hacerlo. La razón: el personaje “podría quedarse conmigo”.
A todos esos mitos, desde mi formación y compromiso con el arte escénico, solo puedo responder con una aclaración que debería ser obvia: el personaje no es el actor. El personaje vive entre el texto y la representación. Existe mientras dura la función y muere con las luces del escenario. Una vez terminada la obra, vuelvo a ser Patricio León, el actor, el educador, el escritor, el ciudadano.
La historia del teatro está llena de interpretaciones poderosas del Diablo, desde Richard Burton e Ian McKellen en las tablas, hasta René Pape en la ópera. En el cine, Al Pacino, Robert De Niro, Peter Stormare, Viggo Mortensen, Tom Waits o incluso Elizabeth Hurley han dado versiones tan diversas como fascinantes. ¿Por qué? Porque el Diablo es un arquetipo que se reinventa según la visión de cada creador. Cada diablo ha sido distinto, porque cada actor lo ha hecho suyo desde una mirada única.

En mi caso, el Diablo que hemos construido Manuel Chapuseaux (director de la puesta) y yo, ha sido recibido con entusiasmo por el público que ha asistido a la Sala Ravelo del Teatro Nacional. Nuestro Mefistófeles no es un villano plano, sino un personaje irónico, seductor, poético, provocador, profundamente físico y, por momentos, hasta cómico. Está construido desde la riqueza del texto de Goethe, pero con una lectura contemporánea, viva, y provocadora.
Nada de esto sería posible sin un equipo creativo comprometido: desde la dirección de Chapuseaux, el talento escénico de Richarson Díaz, Lia Briones y Camila Santana, la precisa caracterización de Conani y Warde Brea, el vestuario elogiado de Laura Guerrero, la escenografía de Ángela Bernal, la creación de utilería de José Enrieue Calvoff, y una propuesta de luces, soluciones técnicas y efectos especiales que enmarcan al personaje en una atmósfera cargada de misterio y diversión.

Este Diablo no es de otro mundo: es de carne, verbo y mirada. Y está en escena solo por unos días más.
Por eso, mi invitación es clara: vengan a ver Fausto a la Sala Ravelo del Teatro Nacional en sus últimas funciones los días 8, 9 y 10 de agosto. Más allá de si creen o no en el Diablo, lo que encontrarán en escena es arte, oficio, riesgo y entrega.
Y eso, en cualquier religión del teatro, merece ser celebrado.
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