El pasado 29 de agosto se cumplieron 17 años de mi graduación como Bachiller Técnico en Hotelería y Turismo. Ese día lejano del 2008 marcó el fin de mi etapa de 4 años en el Liceo/Politécnico Lilian Bayona. Fue un día que dividió mi vida en antes y después.
Hace veinte años en La Romana había solo tres liceos públicos: el Arístides García Mella, vespertino, en la tanda nocturna llamado Tiburcio Millán López, pero para todo el mundo solo conocido como El Liceo; la escuela Paulina Jiménez, que daba clases de primaria en la mañana y de secundaria en la tarde, y conocida por todos solo como La Paulina, y el Liceo/Politécnico Lilian Bayona, conocido popularmente como La Reforma, porque así se llamó antes. En los cursos de primero y segundo de bachillerato correspondía al liceo, y en tercero y cuarto era el politécnico, con menciones como Hotelería y Turismo, Informática, Administración Tributaria, Refrigeración, Electrónica y Enfermería. Por tanto, el único de estos 3 centros educativos que ofrecía una preparación inmediata para el mercado laboral era el Lilian Bayona, y eso lo convertía en un blanco apetecible para padres y estudiantes. Al terminar sus estudios, los estudiantes hacían pasantías en empresas donde había posibilidad de que fueran contratados. El proceso de selección era muy riguroso y lo mejor era inscribir a los estudiantes allí desde el primero de bachillerato, ya que tendrían preferencia para empezar la fase politécnica cuando pasaran a tercero.
Mis padres, Doris y Modesto, tenían muy claro, desde que mi hermano Yoel y yo estábamos en la primaria, que querían que nosotros estudiáramos en La Reforma. Sin embargo, representaba un sacrificio. Nosotros vivíamos en el municipio de Villa Hermosa y para llegar a La Reforma había que atravesar la ciudad, hasta sus afueras septentrionales, por la salida hacia El Seibo. Mis padres aceptaron el desafío e hicieron nuevamente una apuesta total por nuestra educación. Yo entré a La Reforma en el 2004 y mi hermano en 2006 —su mención que Administración Tributaria—. Cada uno estuvo ahí los 4 años del bachillerato.
Quienes vivíamos en Villa Hermosa tomábamos una guagüita hasta La Gallera. Ahí esperamos un carrito de la Ruta B que nos dejaba a una larga esquina de La Refoma. La carga económica diaria para una familia humilde como la mía era inmensa. Años después supe detalladamente los líos que hicieron mis padres para costear nuestros estudios, ya que la economía familiar se complicó mucho en ese periodo de mi adolescencia.
Irme a estudiar a La Reforma trajo cambios importantes en mi vida personal. Entré a los 13 años y salí a los 17. Coincidió con la época en que soñé ser pelotero y estuve dos años en una liga de beisbol, y posteriormente deserté porque sentí el llamado de Dios para ser predicador. Cuando entré a La Reforma, tuve que salir de mi zona de confort. Recorrer la ciudad solo, hacer nuevos amigos, ser más independiente. En mi primer año allí fui estudiante meritorio, como había sido siempre. Ya en segundo de bachillerato mis calificaciones descendieron, pero fue el año más glorioso de mi adolescencia porque llegué a la fase nacional en el Modelo de las Naciones Unidas, uno de 3 jóvenes que representaron a La Romana. En ese mismo año, 2006, falleció mi abuelo materno, Félix Inirio, en un accidente.

Entré al Politécnico en agosto de 2006. Nuevo uniforme, nueva tanda —ahora en la mañana, en vez de en la tarde—, nuevos compañeros. Esos dos años en el Politécnico fueron los peores para mí. Mis padres se separaron de forma definitiva. Mi fe empezó un lento pero seguro camino de declinación. Empecé a cuestionar mi futuro. Lo que antes veía de forma ambigua —esa seguridad de que me iría bien en la vida— se tornó difuso y aparecieron preguntas tormentosas: ¿qué quería realmente hacer yo con mi vida? ¿Sería un hombre exitoso? ¿Tenía yo talento de verdad?
Fui objeto de burlas por mis compañeros y algunos profesores porque, aunque siempre fui bueno en la exposición ante el público, en el trato cotidiano yo era bastante callado y apagado. Cumplí los 15 y los 16 años y mi personalidad y mis gustos estaban fuera de contexto entre aquellos jóvenes que querían gozar la vida, ser rebeldes y apresurar la adultez con fiestas y luciéndose en el grupo. Yo estaba en el extremo de la introversión, no porque tuviera nada que decir, sino porque las ideas, la literatura, la fe, mi destino, en fin, cosas abstractas constituían el conjunto de las que me inquietaban, no usar tenis de marca, tener novia o ir a una discoteca. Ese espíritu apartado que era el mío llamaba la atención negativamente y me volví un chiste para muchos.
Al terminar el politécnico, sentí un alivio porque ya no me sentía a gusto entre mis compañeros y entre mis profesores. No me sentía a gusto en el bachillerato. Sentía que era un ciclo agotado. Yo sabía que tenía una responsabilidad con mi familia. Quería trabajar, aportar a la casa, honrar su sacrificio y también hacerme un hombre que inspirara respeto, no bromas, y que puliera su potencial. A finales del 2008 estaba frío en la iglesia, todavía sin renunciar a ella. Cuando me gradué, no solo terminaron esos 4 años en La Reforma, también terminaba mi adolescencia. Faltaban semanas para mi cumpleaños 17.
Ahora ha pasado ese mismo periodo: 17 años. He sentido en estos días alegría y tristeza por retrotraerme a este aniversario de mi graduación. Había situaciones arduas entonces, aunque estaba acompañado de mi padre Modesto, mi abuela Julia y otros seres queridos que ya no están. Mi vida se ha escindido en dos tramos: el joven de barba solo insinuada que quería abrirse paso en la vida, el joven sin pasado y henchido de sueños, y el hombre que soy hoy, que ha viajado por el mundo, que se ha superado y cumplido gradualmente sus metas, el hombre que, sintiéndose algunas veces pleno y otras ansioso, ya siente la nostálgica tentación de repasar su vida, aunque sabe con la certeza del sol que debe seguir mirando hacia adelante, hacia el porvenir, hacia el infinito.
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